Firmado en París, en 1961. A los días de empezar la guerra del Perú contra Ecuador, llegan a Paita los primeros camiones de muertos. El personaje protagonista es un niño en cuya casa tienen que acoger a dos moribundos. Uno es peruano y el otro ecuatoriano, pero no saben quién es quién porque no se distinguen en nada y se han extraviado sus documentos de identidad. Ante las preguntas del padre del niño solo emiten gemidos. El día en el que celebran en casa con invitados la victoria de la guerra, se escuchan unos gritos. Convulsiona uno de los enfermos, el peruano, y parece que va a morir enseguida.
Quiere escribir una carta, pero el padre no le comprende por qué habla en quechua: solo el ecuatoriano será capaz de traducir lo que dice. El enfermo muere y al volver al comedor, la madre le pregunta al padre que qué ha sucedido. “Nada”, responde él. El narrador en primera persona acentúa la perspectiva infantil. La honesta curiosidad y la inocencia con las que mira el niño iluminan con mayor rotundidad las contradicciones de la situación y contribuyen a dibujar ese cierto absurdo en torno al cual se estructura este relato (se pone de manifiesto la arbitrariedad de la guerra, la incapacidad de distinguir a los enemigos, que son similares en el lecho de muerte, la alusión a un conflicto sociológico más concreto, el desprecio o desconocimiento del quechua por los peruanos, lengua compartida, sin embargo, con el ecuatoriano).