Los moribundos - Julio Ramón Ribeyro - Julio Ramón Ribeyro

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Los moribundos - Julio Ramón Ribeyro

LOS MORIBUNDOS 
JULIO RAMÓN RIBEYRO


      A los dos días que empezó la guerra comenzaron a llegar a Paita los primeros camiones con muertos. Mi hermano Javier me llevó a verlos a la entrada del hospital. Los camiones se detenían un momento frente al portón y los enfermeros salían para echarles una ojeada. A veces encontraban a un moribundo entre tanto cadaver, lo ponían en una camilla, lo metían rápidamente al hospital y el camión seguía rumbo al cementerio.

       —Los que tienen polainas son los ecuatoriaaanos —decía Javier—. Los que tienen botas son los peruanos.

       Pero estos detalles me tenían sin cuidado, pues lo único que me interesaba era ver cómo los muertos, al morir, trataban de abrir la boca y de enseñar los dientes, aunque fuera los dientes rotos a travez de los labios rotos. Me llamaba la atención la risa de los muertos, una risa que yo encontraba, no sé por qué, un poco provocadora, como la risa de aquellas personas que lo hacen sin ganas, solamente por fastidiarnos la paciencia. Otra impresión no me producían los muertos, quizás porque habían demasiados y su misma abundancia destruía ese efecto patético que produce el muerto solitario. Ya no parecían hombres los muertos en camionadas. Parecían cucarachas o pescados.

       —¿Y por qué los traen hasta aquí? —le pregunté a Javier— ¿Por qué no los dejan en Tumbes o los entierran en la frontera?

       —No sé —me respondió—. Yo creo que los traen vivos, pero que se mueren en el camino.

       Cuando regresábamos a casa me enseñó dos tiendas que estaban con las puertas cerradas. En ambas habían pintado con tiza la palabra mono.

       —A los ecuatorianos les dicen monos —me expplicó—. Estas tiendas son de monos, que no abren porque tienen miedo o porque se han ido. En Paita y en Tumbes hay bastantes monos. A nosotros en Ecuador nos dicen gallinas, porque hemos perdido todas las guerras, la con Chile, la con Colombia, ... qué sé yo... Pero esta sí que no la perdemos.

       En la casa: mi hermana Eulalia estaba llorando porque a su novio Marcos, que es teniente, lo habían destacado a la frontera. Esa mañana había recibido una carta de él desde Tumbes, en la que contaba la batalla de Zarumilla y la captura de Puerto Bolívar. Mi mamá le daba valeriana para calmarle los nervios y encendía velas a todos los santos. Mi papá, en cambio, no hacía sino renegar de la mañana a la noche. Las clases del Colegio Nacional, donde es profesor, habían sido suspendidas a causa de la guerra y por esta razón andaba ocioso por la casa, sin saber que hacer con su enorme mañana en blanco.

       —¿A mí qué me importa la guerra? exclamaba—. Si todos supieran bien su cartilla y su tabla de multiplicar no tendrían por qué estarse matando. ¡Y yo que pensaba aplazar esta semana a Pérez en botánica.

       Pronto los muertos no entraron ya en el cementerio ni los heridos en el hospital. A los muertos comenzaron a enterrarlos cerca del río y a los heridos a guardarlos en el municipio y en el Colegio Nacional. Mi papá salió muy alborotado cuando se enteró de esto, para ver qué iba a pasar con su salón de clase. Todos esperábamos que regresaría rabiando, pero llegó muy orondo, con un brazalete rojo en la manga de su camisa.

       —Pertenezco al cuerpo de requisición de cuartos vacíos —dijo—. Tengo que regresar esta tarde al colegio para ver dónde metemos a los heridos. Hoy han llegado siete ambulancias.

       Esa noche vino Marcos del frente. Lo habían mandado a Paita con una misión especial. Lo primero que hizo fue venir a casa y se estuvo allí hablando hasta tarde. Mi hermana lo tocaba por todas partes, para ver si no estaba herido, sorprendida de que viniera de la guerra sin que le faltara un brazo o por lo menos un dedo.

       —Déjame que me haces cosquillas —se quejaba Marcos y seguía contando la batalla de Zarumilla y la captura de Puerto Bolívar. Algunos vecinos habían venido para escucharlo.

       —¿Es verdad que lanzamos paracaidistas? —le preguntaron.

       —Lanzamos seis. Uno de ellos cayó en el mar y fue recogido por una lancha ecuatoriana. Pero los otros cinco capturaron el puerto.

       —¿Y esta guerra, la ganamos o no?

       —Ya está ganada.

       —¡Viva el Perú! —gritó uno de los vecinos...

       Nadie le hizo caso.

       Al día siguiente mi padre llegó a la casa muy campante:

       —Hoy he metido siete heridos en la parroquiia y cuatro en la casa de Timoteo Velázquez, que tiene huerta. ¡Y que no me frieguen mucho ni me miren de reojo en la calle porque les meto heridos en su casa!

       Nuestro turno no tardó en llegar. Fue la misma noche que Marcos regresó al frente y que mi hermana se arrastró por la casa dando de gritos. Ya la habían calmado y todo estaba en silencio cuando tocaron la puerta de la calle. Alguien decía en la calzada:

       —Requisición de cuartos vacíos.

       Después sentí que mis padres caminaban por la sala.

       —¿Pero tú habías declarado que teníamos cuartos? —preguntaba mi mamá.

       —Dije sólo que teníamos un depósito desocuppado. Estos heridos me los debe haber mandado Timoteo Velázquez en venganza.

       —Habrá que recibirlos, pues, ¿Son peruanos o ecuatorianos?

       Mi hermano Javier se levantó y entreabrió la puerta para espiar. Yo lo imité y ambos vimos como atravesaban la sala los enfermeros, llevando dos parihuelas. Mi papá, en pijama, los guiaba por el corredor que conduce a la cocina.

       —Dentro de un rato iré a ver quienes son los heridos —dijo Javier poniéndose las pantuflas—. Tú no te muevas de acá.

       Cuando sentimos que los enfermeros se iban y que los viejos se acostaban, Javier salió del dormitorio con su linterna. A los cinco minutos regresó.

       —¿Son peruanos o ecuatorianos? —le pregunté.

       —No sé —me respondió confundido—. No tieneen botas ni polainas. Estan descalzos.

       Al día siguiente me desperté muy temprano. La presencia de esos soldados me causaba cierta opresión, como si al fin la guerra hubiera metido sus zarpas en nuestra casa.

       Apenas mi madre partió para la misa de seis, me levanté y me fui corriendo al depósito. Sin el menor miramiento abrí la puerta de par en par y quedé plantado delante de los heridos. Los habían tirado en dos colchonetas de paja y ambos, a pesar de la hora, estaban con los ojos abiertos mirando fijamente las vigas del techo. Uno de ellos estaba color ceniza y sudaba y el otro tenía un brazo vendado fuera de la cama y las mejillas hundidas. Aparte de esto no vi en ellos nada especial. Parecían dos pastorcitos cajamarquinos o dos de esos arrieros que yo había visto caminando infatigables por las puntas de Ancash.

       —“Son peruanos” —pensé—. “los ecuatorianos deben ser más peludos”.

       Me iba a retirar, un poco decepcionado, cuando uno de ellos dijo algo. Al volverme vi que el pálido movía los labios:

       —Agua...

       Al decir esto sacó una pierna por debajo de las sábanas y me mostró su rodilla: una herida se abría redonda y violácea como una hortensia en toda su floración.

       Yo corrí a la cocina, sintiendo una especie de vértigo y allí me encontré con mi hermana que ponía la tetera en el fogón.

       —¿Qué pasa? —me preguntó— ¡Se te ha ido la sangre de la cara!

       —Uno de los heridos quiere agua —le responddí—. Tiene un tumor horrible en la rodilla.

       —¡No se la des! —chilló Eulalia—. Que se mueran de sed, que revienten esos pestíferos. ¡Son ecuatorianos! Ellos son los que disparan contra Marcos. ¿Por qué los han traído acá? ¡Si no se van de la casa me voy a tirar al mar!

       Ya comenzaba a llorar y yo no sabía que hacer.

       —¿Quién te ha dicho que son ecuatorianos? —le pregunté.

       —No sé. Anoche oí algo cuando me iba a dorrmir. ¡Ay virgencita mía, nuestra casa con los asesinos de Marcos!

       Yo serví un vaso de agua y no supe si dárselo a Eulalia para calmarla o si llevársela al herido. Por último me lo bebí. En ese momento apareció mi padre.

       —¿Qué haces tú sin zapatos? gritó y se llevó a mi hermana a zamacones. Poco después regresó. Yo estaba inmóvil, con el vaso vacío en la mano.

       —Seguro que has estado viendo a los heridoss —me dijo— ¿No se nos ha muerto ninguno por la noche?

       —El que está medio cojo quiere agua.

       —Vamos a dársela —me respondió.

       Cuando entramos al depósito los heridos parecían dormitar.

       —Ese es el peruano —dijo señalando al que había pedido agua—. Eh, tú abre los ojos, ¿no quieres refrescarte un poco?

       Cuando el soldado abrió los ojos, mi padre, que avanzaba el brazo, se contuvo.

       —Creo que me he equivocado, este es el ecuatoriano. —¡Caramba, ayer me dijeron cuál era cuál! Ya me olvidé. ¿De dónde eres tú?

       El soldado no respondió: se limitaba a mirar el vaso que mi padre sostenía en la mano.

       —Toma —dijo—. Me dirás después de dónde eres.

       El soldado bebió y recostándose con la almohada se volvió contra la pared y se echó a dormir.

       —Pregúntale al otro —dije.

       El otro había abierto los ojos y nos miraba o trataba de mirarnos, como si fuéramos sombras o pesadillas. Sus mejillas se le hundían bajo los pómulos y el mentón se le caía, dejando ver la punta de una sonrisa.

       —¿Tú eres peruano? —preguntó mi padre.

       El soldado abrió más la boca, parecía que se iba a reir ya, como los moribundos del camión, peor sólo dijo una palabra que no entendimos.

       —¿Qué demonios dice? —preguntó mi padre—. Parece que tuviera un nudo en la lengua. Esperamos que vengan los enfermeros para que los reconozcan. Ellos sí saben de dónde son.

       Los enfermeros vinieron sólo en la tarde. Estaban muy atareados y decían que se les estaba acabando las medicinas. Cuando los condujimos al depósito convertido en enfermería examinaron a los heridos. A los dos les pusieron termómetros en el ano y les tomaron la presión.

       —El de acá puede todavía curarse— dijo uno de los enfermeros señalando al de la pierna herida—. Pero el otro creo que se nos va.

       Al decir esto lo descubrió para que viéramos: tenía un tapón de algodones rojos en la axila y la sábana estaba toda manchada de sangre.

       —¿Ese es el peruano? —preguntó mi padre.

       Los enfermeros se miraron entre sí, consultaron unas fichas y quedaron mirando a mi padre desconcertados.

       —¿Usted no lo sabe? Con todo este lío se han perdido los documentos de identidad. Se lo averiguaremos en el hospital.

       Al día siguiente la radio dijo que los ecuatorianos habían capitulado: había sido una guerra relámpago. Hubo una parada en la ciudad y a los escolares nos obligaron a desfilar con una banderita peruana en la mano. Por la noche se realizó una ceremonia en la Municipalidad, en la cual mi padre habló, en nombre de la dfensa civil. Y mientras tanto los heridos, olvidados ya se seguían muriendo en nuestra casa.

       Por una confusión de la burocracia militar, esos heridos no figuraban en ninguna planilla y las autoridades querían desentenderse de ellos. En medio del regocijo del armisticio, los moribundos eran como los parientes pobres, como los defectos físicos, lo que conviene esconder y olvidar, para que nadie pueda poner en duda la belleza de la vida. Mi padre había ido varias veces al hospital para que enviaran un médico, pero sólo le mandaron de vez en cuando a un enfermero que venía a casa, les ponía una inyección y se iba a la carrera, como después de cometer una fechoría. A la semana los heridos formaban parte del paisaje de nuestra casa. Mi hermano había perdido el interés por ellos y prefería irse por las playas a cazar patillos y mi madre, resignada había asumido la presencia de los soldados, entre jaculatorias, como un pecado más.

       Una mañana me llevé una enorme sorpresa: al entrar al depósito encontré a uno de los soldados. El de la pierna herida estaba de pie, apoyado contra la pared. Al verme entrar, señaló a su compañero:

       —Se está muriendo, niño. Todita la noche ha llorado. Dice que ya no puede más.

       El del brazo herido parecía dormir.

       —Yo ya me quiero ir, niño —siguió—. Yo soy del Ecuador, de la sierra de Riobamba. Este aire me hace mal. Ya puedo caminar. Despacito me iré caminando.

       Al decir esto, dio unos pasos cojeando por el depósito.

       —Que me den un pantalón. Ya no tengo calentura. Déjenme ir, niño.

       Como avanzaba hacia mí, me asusté y salí a la carrera. Mis padres se habían ido al puerto a buscar pescado fresco, pues esa noche le daban una comida a Marcos. El soldado salió hasta el corredor y desde allí me seguía llamando. Por suerte mi hermano Javier llegaba en ese momento de la calle.

       —Ya sé cuál es el ecuatoriano! —dije, señallando al corredor— ¡Dice que quiere irse!

       Al ver al soldado, Javier buscó su honda en el bolsillo.

       —¡Tú eres nuestro preso! —gritó— ¿No sabes que la guerra la hemos ganado? ¡Regresa a tu cuarto!

       El soldado vaciló un momento y regresó al depósito, apoyándose en la pared. Javier avanzó por el corredor y puso una tranca en la puerta. Después me miró.

       —Montaré guardia —dijo—. De aquí nadie se nos escapa.

       Mucha gente importante de la ciudad fue invitada a la comida de esa noche, entre ella, el comandante de la zona y un ecuatoriano que era dueño del “Chimborazo”, el bar más grande de Paita. Marcos, que iba mucho a ese bar, había querido que lo invitaran, pues dijo que era una comida de “fraternidad”. En medio de la comida llegaron los gritos del depósito.

       Después de interrumpirse un momento, los invitados siguieron conversando. Pero como los gritos se repitieron mi papá se levantó.

       —Tenemos unos heridos —dijo excusándose—. Vamos a ver que pasa —y mirando al dueño del “Chimborazo” agregó—. Uno es paisano de usted, según me he enterado esta mañana.

       El ecuatoriano se hizo el desentendido y le llenó la copa al comandante, mientras la conversación empezaba de nuevo. Yo me levanté para seguir a mi papá.

       Al entrar al depósito encendimos la luz: el peruano había aventado su ropa de cama y estaba extendido de través sobre el colchón, moviendo las piernas en el aire, como si hiciera gimnasia. Pero bastaba mirarle la cara para darse cuenta que esos movimientos no tenían nada que ver con él y que eran como de otro hombre que estuviera metido dentro del tronco.

       Mi papá se agachó para sujetarle las piernas y el herido lo agarró con su mano sana de la corbata. Sus ojos miraban con terror. Sus labios comenzaban a moverse y por ellos salían sus palabras tan amontonadas que parecían formar un canto sin fin.

       —¿Qué quieres? —le preguntó mi papá— ¿Quieres agua? ¿Quieres que te echen un poco de aire? ¡Pero habla en castellano, si quieres que te entienda! De Jauja, sí, ya sé que eres de Jauja, pero ¿qué más?

       El herido seguía hablando en quechua. Mi papá salió rápidamente y se dirigió al comedor.

       —¿Alguno de ustedes sabe quechua? —oí que preguntaba.

       Algo respondió Marcos y los invitados se echaron a reír. Mi padre reapareció. El moribundo había dejado de mover las piernas y sus palabras eran cada vez más lentas.

       El ecuatoriano, que había estado todo el tiempo completamente cubierto con su sábana, sacó la cabeza.

       —Quiere escribir carta —dijo.

      

—¿Cómo sabes?

       —Yo entiendo, señor.

       Mi papá lo miró sorprendido.

       —Él y yo hablamos la misma lengua.

       Mi padre me mandó traer papel y lápiz. Cuando regresé, le decía al ecuatoriano:

       —Díctame, pero claro. Que yo pueda escribir palabra por palabra.

       Mi papá comenzó a escribir. Tenía la nariz colorada, como cuando se emborrachaba. El otro soldado le dictaba:

       —En la cuadra hay tres caballos dice...el caballo del teniente dice...matadura en el anca del caballo del teniente dice... Tulio tulio dice...

       —¿Quién es Tulio? —preguntó mi papá.

       —¡Vivan los patriotas! —gritó alguien en el comedor.

       —¡Cierra bien la puerta! —me ordenó mi papá.

       —Tulio es su hermano —dijo el soldado—. Siga usted: ya no puede más dice... en el campo galopa rápido caballito dice... caballito de todos los colores caballito lindo dice... ay mi estomaguito dice... ay cólico le dio al teniente florcita dice... al galope voy montando dice... por campo va dice... ya no puedo más dice... diarrea dice... diarrea le dio al teniente dice... diarrea diarrea...

       El moribundo dejó de hablar y comenzó nuevamente a mover las piernas. Mi papá quiso sujetárselas. Sentimos un mal olor. Vimos que el colchón comenzaba a ensuciarse. El soldado se había zurrado. Cuando mi papá le levantó la cara de los pelos, vimos que reía. Estaba ya muerto.

       Los tres quedamos callados. Mi papá enderezó al soldado y lo tapó con la frazada. Después quedó mirando el papel que había escrito y lo leyó varias veces.

       —Habrá que mandar esto —dijo— Pero ¿a quiénn? ¿para qué?

       Doblando el papel en cuatro se lo guardó en el bolsillo. En el comedor alguien lanzaba vítores por Marcos.

       —¿Cuándo me iré de aquí? —preguntó el ecuattoriano—. Este aire me mata, señor. Ya puedo caminar.

       Mi papá no le respondió. Regresamos al comedor, donde estaban sirviendo el postre. El dueño del “Chimborazo” descorchaba el champán que había traído de regalo.

       —¿Qué ha pasado? — preguntó mi mamá por lo bajo, al ver que mi padre estaba de pie junto a la mesa, con su nariz más colorada que nunca.

       —Nada — respondió y se sentó en su silla, mirando fijamente la medalla nueva que brillaba en el pecho del comandante.

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