Ribeyro y el más hermosos de sus libros - Mario Vargas Llosa - Julio Ramón Ribeyro

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7.2.22

Ribeyro y el más hermosos de sus libros - Mario Vargas Llosa


Los geniecillos dominicales o el exilio interior Mario Vargas Llosa A primera vista, la última novela de Julio Ramón Ribeyro, Los geniecillos dominicales, se propone describir, a través de las frustraciones y trajines sonámbulos de su personaje central, ese joven de nombre y de apellido grotesco, Ludo Totem, la vida gris, infecunda, algo beoda de los escritores peruanos, y el desmoronamiento final de una familia aristocrática de Lima. No solo el escenario de la narración ha sido tomado de la realidad sin disimulo, con una fidelidad de paisajista o de sociólogo. 


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También sus actores son el producto de un hurto semejante: han sido secuestrados por el autor en el patio de Letras de San Marcos, en las calles de Miraflores, en las chinganas y prostíbulos, en el humoso Bar Palermo, y arrojados al libro sin escrúpulos. Sus páginas nos lo muestran con sus caras y sus costumbres, a veces con sus mismos nombres. 


Si no fuera por el ácido humor que corroe la descripción de los lugares que sirven de asiento a la novela, por el perverso sarcasmo que inspira los diálogos de los personajes y la imposible desmesura de ciertas situaciones, muchos pensarían que este libro, tan aparentemente esclavizado a lo real, tiene más de testimonio que de ficción y que debería, por lo tanto, llamarse documental y no novela. Esta es la primera hazaña de Ribeyro: haber disfrazado tan perfecta y sutilmente su propósito que, en una primera aproximación al libro, el lector sea incapaz de distinguir la superficie del fondo, el rostro de la máscara, la apariencia de la esencia. Esto no es gratuito, desde luego, ni resulta de una voluntad de puro virtuosismo. 


La sabia ambigüedad de la novela responde a su ambicioso proyecto: mostrar, sin mencionarla, es decir, mediante sus síntomas exteriores, sus consecuencias concretas y pasajeras, a través de sus manifestaciones efímeras, la terrible soledad del creador, la incompatibilidad fundamental entre la sociedad y el artista. Todo, en el libro, tiende a ocultar al lector este divorcio básico, que es la razón de ser de la novela: el tono de farsa flamenca del relato, la sociabilidad de Ludo Totem, sus aventuras sórdidas, los ambientes pintorescos que frecuentaba. 


Todo tiende a hacernos creer que su mediocre existencia es el resultado de su propia mediocridad, de su pereza y de sus vicios. Ribeyro incluso ha añadido un elemento más, destinado a disimular al lector su verdadero drama del héroe: su condición familiar. Y, en efecto, a veces llegamos a pensar que esos ilustres ascendientes de Ludo Totem, esos viejos, que, fotografiados y enmarcados, adornan su cuarto, tienen la clave de su fracaso. Él sería un producto de la ruina material y moral de su clase, el derrumbe familiar habría caído sobre sus hombros con tanta violencia que lo anuló psicológicamente y lo dejó convertido en lo que vemos: un ser cohibido, desganado, vencido por el mundo. Mentira; se trata de pistas falsas, de trampas sembradas en el camino del lector a fin de que no entrevea la verdad, de que no descubra el auténtico pecado original de Ludo Totem: su vocación. ¿Con qué fin estas continuas maniobras de distracción, este deseo de mantener secreta la razón profunda de las derrotas cotidianas del héroe? Con el objeto de que el lector «sienta» más verídicamente estas derrotas y las haga suyas, a fin de que asimile este drama cuya significación no comprende y lo viva en carne en propia. 


Si comprendiera, se mantendría alejado, indemne: no es un problema que le incumba. Así, en cambio, no tiene escapatoria: Ludo Totem no viene a él como un símbolo del desamparo interior de la vocación naciente sino como un infeliz atormentado por el aburrimiento, la falta de dinero y la volubilidad de Estrella, la ramera. Esto sí lo admite el lector, estas miserias le inspiran confianza, las acepta, las adopta: ya está perdido. Lento, oscura, infaliblemente ese héroe grotesco que ha acogido en su espíritu, revelará su verdadera personalidad al hospitalario e inocente lector y acabará por inocularle su discreto veneno. Esta es la manera como la ficción contribuye al conocimiento de la realidad: no explicando las experiencias sino contagiándolas, no convenciendo sino fascinando, no apelando a la razón sino a los sentimientos, a las tripas y al instinto del lector, no con argumentos sino mediante posesiones mágicas. La primera hazaña, enorme, de Ribeyro es haber encarnado en una bella historia de gentes y de sitios de Lima, un problema universal, la condición del escritor, sin que en ningún momento esta historia dé la impresión de ser un pretexto, un ejemplo, un simple subterfugio. 


La segunda, más meritoria todavía: haber expresado, sin nombrarla, recurriendo exclusivamente a las armas lícitas de la ficción (que son los actores), la compleja relación entre el artista y su medio, la invisible fractura que separa al creador de los demás, el ministerio y la tragedia de la vocación que amuralla, aísla, exilia a sus adeptos. ¿Es Ludo Totem un vagabundo más o menos borrachín, más o menos imbécil? No: su abúlica figura está animada de una silenciosa, pero terca, rebeldía. Su odisea comienza el día que renuncia a la «Gran Firma» donde «ha sudado y bostezado tres años sucesivos en plena juventud». ¿Por qué renuncia? El autor arroja puñados irónicos de tierra a los ojos del lector: debido al excesivo calor, al ruido, a la rutina. El propio Ludo ignora, sin duda, que esta súbita ruptura con la «Gran Firma» es como la quema de las naves de Cortez, que ella es en realidad la elección de un destino distinto al que la sociedad le reservaba. 


Su vocación es algo lejano y borroso todavía, esporádicas tentativas de relatos y un afán de no integración social que se diría gratuito, un deseo oscuramente sentido de salvar algo que yace en su corazón, impreciso pero vivo, una especie de insatisfacción, de sed, un malestar que moriría si Ludo consintiera en labrarse un porvenir, si se resignara a transigir con el orden social y obrara y pensara como los demás. Sus relaciones con el mundo están viciadas: una tras otra sus empresas fracasan. Vendedor ambulante, no consigue encontrar un cliente; leguleyo, no gana un juicio. Su pasión infantil por la Walkiria fue demasiado pura y callada para triunfar, su aventura carnal con Estrella se frustra por exceso de celo y falta de dinero. Incluso la amistad le está vedada: Pirulo, Segismundo, los bohemios de Palermo lo distraen de su soledad, pero no lo libran de ella ¿Qué le ocurre? ¿Es una víctima, la realidad se encarniza con él? No, ocurre que Ludo Totem es un maldito soberbio que no quiere entregarse a sí mismo, a la defensiva, acumulándose para algo que ignora todavía, conservándose para una especie de combate que más tarde le exigirá volcar tanta miseria, tanta derrota, tanta frustración almacenada en estos años de ascesis, preparándose para un curioso quehacer que lo vengará y, en cierta forma, resucitará. Su desapego, su indiferencia frente al mundo, esa desesperante pasividad que lo lleva a atacar a golpes sin protestar son, claro está, solo aparentes. 


En el fondo, Ludo Totem es puro ojos, puro oídos, un espía de sí mismo, un maniático coleccionista de experiencias. ¿La vida le da duro con un palo y duro también con una soga? No importa, dentro de él hay agazapada una bestia voraz que se alimenta golosamente con esos ácidos, ásperos frutos que la realidad le arroja. Más tarde se los devolverá, disparándolos en cuadros, narraciones, esculturas o poemas. Nosotros no veremos la revancha de Ludo Totem, porque Ribeyro interrumpe su admirable retrato de artista adolescente en el momento crítico, cuando su héroe, luego de romper con la sociedad y de ser vapuleado y humillado por el mundo, va a regresar (sin salir de su exilio) a esa realidad que lo expulsó, en forma de ficciones. No asistiremos a ese justo desquite, pero la historia de Ludo Tótem basta para que comprendamos que aquel se realizó. La existencia de Los geniecillos dominicales es la prueba más decisiva y rotunda de esta victoria póstuma. Con esta novela, Ribeyro no solo ha trazado su biografía espiritual de escritor; ha escrito además el más hermoso de sus libros, el de gloria más cierta y durable.

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