Ribeyro y la imagen novelesca de la burguesía latinoamericana - Washington Delgado - Julio Ramón Ribeyro

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28.10.22

Ribeyro y la imagen novelesca de la burguesía latinoamericana - Washington Delgado

 


Durante los últimos años el género novelesco ha tenido un impresionante desarrollo en América latina que ha trascendido las fronteras continentales, ha conquistado la crítica, público y grandes editoriales de la vieja España y ha logrado, por último, un buen número de traducciones a las principales lenguas europeas.


  Este movimiento literario ha significado, además, la liquidación de la que podríamos llamar novela realista latinoamericana, iniciada por La vorágine de José Eustasio [Rivera] y que culmina acaso en la obra de Miguel Ángel Asturias, lo que significa una vigencia de casi cuarenta años, durante los cuales desenvolvió en grandes frescos narrativos el gigantesco paisaje americano y los profundos conflictos sociales de sus pueblos. Este primer gran movimiento novelístico latinoamericano tuvo como características principales una temática agraria, una técnica realista, más próxima a la lección de los maestros rusos que a la del olímpico Flaubert, y un aire marcadamente épico.


  Al cabo de casi cuarenta años de vigencia, que hemos indicado, la técnica narrativa realista y la problemática campesina terminaron por agotarse, por perder su eficacia artística, por no responder ya a las urgencias de la realidad.


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  Es casi evidente que los problemas sociales latinoamericanos en 1955 son muy diferentes a los de 1925 y que al término de la segunda gran guerra mundial los cambios producidos no podían dejar de tener una representación literaria distinta. Los cambios más visibles y de mayor influencia cultural fueron el crecimiento desmesurado de las ciudades capitales, la aparición de una clase media cada vez más grande y una nueva configuración de los conflictos campesinos. A este conjunto de acontecimientos sociales habría que agregar otro, exclusivamente literario: a lo largo del siglo XX los novelistas europeos y norteamericanos experimentaron una serie de procedimientos narrativos que sobrepasaban largamente el realismo clásico y que, dado el carácter universal y cosmopolita de la cultura contemporánea, no podían ser ignorados por los escritores al sur del Río Grande.


  En el Perú los dos grandes representantes de la novela realista son Ciro Alegría y José María Arguedas. Ciro Alegría, quien escribe sus grandes novelas entre 1930 y 1940, pertenece clara y puramente al movimiento novelístico citado y descuella por la grandiosidad de sus paisajes, por su amplia visión de los conflictos propios del habitante andino, por el continuo aliento épico de su prosa. José María Arguedas empieza su tarea narrativa poco después de 1930, pero como la continúa después de 1950 admite en sus últimas obras la influencia de la nueva novelística y así aparecen, en sus últimas obras, ambientes urbanos y conflictos sicológicos propios de la clase media. A pesar de todo, Arguedas continúa siendo, hasta el final, un novelista agrario, cuyos grandes temas son el paisaje andino y los sufrimientos del pueblo indio.


  Hacia el año de 1950 se advierte en el Perú la decadencia del género novelístico de técnica estrictamente realista y dedicada a describir el mundo campesino. Entre 1950 y 1960 se inicia un movimiento renovador impulsado, principalmente, por tres escritores jóvenes que imponen nuevos temas y también nuevos procedimientos narrativos. Estos nuevos escritores son: Vargas Vicuña, Zavaleta y Ribeyro; los dos primeros se dedican todavía al relato de ambiente provinciano, pero su espíritu y sus técnicas son ya muy diferentes de los de Ciro Alegría o José María Arguedas. Eleodoro Vargas Vicuña es un narrador lírico, sumergido en el río primaveral de la parla campesina, cuyas aguas a veces turbulentas, decanta y perfuma con humanísima gracia poemática. Carlos E. Zavaleta se desentiende del aparato externo de los grandes conflictos sociales, que fueron el nervio de la literatura inmediatamente anterior, y revela en cambio las resonancias sicológicas profundas y complicadas del habitante andino, gracias al empleo de las novedosas técnicas y la observación individual y sagaz del mundo provinciano.


  Antes de 1960, esta nueva narrativa se desarrolla, casi exclusivamente, en el terreno del cuento y el relato breve; apenas si podemos señalar una excepción importante: Los Ingar, de Carlos E. Zavaleta, novela corta que, por lo demás, debe formar parte de una saga novelesca amplia no completada hasta hoy por su autor. En este momento, que acaso podríamos llamar prenovelístico, aparece Julio Ramón Ribeyro y muestra desde el comienzo sus excelencias de cuentista. Si Zavaleta trae consigo las aportaciones técnicas europeas y norteamericanas, principalmente las de William Faulkner, Ribeyro se preocupa sobre todo por el sólido dominio de la estructura cuentística de acuerdo a los modelos clásicos de Flaubert, Chéjov y Maupassant, pero al mismo tiempo se preocupa también por el tratamiento de motivos fantásticos, cuya impronta kafkiana es claramente perceptible. Hay todavía otra influencia que señalar: la de Borges. En mayor o menor medida, todos los narradores latinoamericanos de hoy han cursado esta lección que les ha enseñado la adjetivación precisa, el ritmo fluido y apretado, el desdén por la retórica fácil y ripiosa. Aunque tal vez los relatos iniciales de Ribeyro no muestren la influencia de Borges de una manera tan inmediata y evidente como la de Maupassant o Kafka, lo cierto es que la sobriedad y cadencia de su prosa revelan un claro parentesco con el maestro argentino y resulta un evidente antecedente peruano del estilo borgiano de dos novelistas inmediatamente posteriores: Luis Loayza y Mario Vargas Llosa.


  En sus comienzos literarios Julio Ramón Ribeyro pudo parecer menos brillante que otros escritores de su generación. Su prosa seca y directa no posee el poético encanto sensual del Ñahuín de Vargas Vicuña, ni su técnica se sumerge en subyugantes complicaciones como ocurre en los relatos de Zavaleta. Sin embargo, Ribeyro recorre tenaz y seguramente su camino y a medida que avanza sus progresos se van haciendo cada vez más visibles. Aunque la crítica ha repetido continuamente que Ribeyro es un gran cuentista, debe reconocerse que es también un novelista muy importante y que sus dos novelas publicadas, Crónica de San Gabriel y Los geniecillos dominicales, poseen un valor singular, insuficientemente subrayado o destacado.


  Crónica de San Gabriel, aparte de sus valores intrínsecos, que no es del caso examinar aquí, significa la liquidación de la novela épica agraria. Efectivamente, los héroes de esta novela de Ribeyro no son los trabajadores del campo, son los terratenientes quienes aparecen no en su despótica grandeza, como por ejemplo en Gran señor y rajadiablos del chileno Eduardo Barrios, sino en la hora de su decadencia, envilecidos y degradados.


  Pero donde triunfa el nuevo tipo de novela, de ambiente urbano y sicología profunda, es en Los geniecillos dominicales, cuya importancia no fue debidamente advertida en su momento a causa de azares imprevistos y lamentables. Escrita inmediatamente después de Crónica de San Gabriel, ganó el primer premio en el concurso de novela convocado por el diario Expreso en 1963 y fue publicada en 1965. Por desgracia, su edición fue pésima, plagada de erratas, en formato, papel e impresión de pobreza extremada y realmente repudiable y, para colmo de males, no se imprimió un cuadernillo de ocho páginas, hacia el final de la obra, con lo cual el texto se volvió incomprensible. Dadas estas circunstancias penosas, resulta explicable que la novela no fuera debidamente aquilatada por la crítica del momento. En esos años, además, emergía el llamado boom literario de Latinoamérica, que en el plano continental desplazaba a la antigua novela épica y agraria y que, al afirmarse en un número relativamente grande de obras novedosas por el estilo y los temas, consiguió el favor de las grandes editoriales en lengua española; ante este alud novelístico Los geniecillos dominicales, pobremente impresa en una edición de alcances estrechamente nacionales, a pesar de la novedad de su contenido y de sus virtudes literarias, resbaló fácilmente hacia la ignorancia o el olvido.


  Sin embargo, Los geniecillos dominicales significaba en el Perú el advenimiento de la novela urbana y representaba la nueva actitud literaria con mayor exactitud e intensidad que otras novelas contemporáneas o posteriores de mayor fama y difusión. Si la novela anterior a 1950 tuvo un carácter épico y estuvo dedicada casi exclusivamente a la descripción de ambientes provincianos y grandes conflictos sociales, la nueva novela desarrollada después de 1960 es predominantemente urbana, su carácter es lírico o puramente novelesco y los conflictos que describe son sicológicos. En este sentido Los geniecillos dominicales no solamente constituye una de las primeras manifestaciones del nuevo arte de escribir novelas sino que posee, por lo tanto, un adelantado valor de novedad y también virtudes más permanentes: la precisión ceñida del relato, la neta caracterización de los personajes y, sobre todo, la sólida configuración artística de la obra.


  La novela urbana exige un estilo descriptivo distinto del de la novela agraria. En Los geniecillos dominicales ese estilo es acertadamente sobrio y rápido. Una burguesía más o menos floreciente, más o menos decaída, desfila en sucesivas páginas por una serie de lugares conocidos de la capital limeña: casas modestas, casas ricas, la vieja universidad, calles, plazas, bares y cafés del centro de Lima o de Miraflores, iglesias y burdeles. En ninguno de esos lugares se demora excesivamente la mirada del novelista, atenta más bien a los vaivenes sicológicos de los personajes, pero no incurre nunca en falsedad o escamoteo y como hábil pintor fija con dos o tres trazos el espacio necesario. Así debe ocurrir en el relato de ciudad, cuyo paisaje es abstracto y funcional, en contraste con la novela agraria y provinciana cuyos paisajes concretos, naturales y vivos adquieren categoría de personajes. Julio Ramón Ribeyro no solamente acierta en su acatamiento a los principios generales de la descripción urbana; demuestra, sobre todo, su maestría en la acumulación de pequeños detalles que le prestan al relato vivacidad, luz y armonía; no cae en la ramplonería ni en la nebulosidad de muchas novelas urbanas arrastradas por el prosaísmo del ambiente; Ribeyro con sabia economía gobierna la narración utilizando diversos procedimientos literarios.


  Una virtud de la nueva novelística, admirablemente realizada por Julio Ramón Ribeyro, está constituida por el hábil manejo de las sicologías individuales. Aunque Los geniecillos dominicales sea una novela articulada alrededor de un carácter central, todos los personajes secundarios, estudiantes, maestros universitarios, parientes ricos, chulos y prostitutas, están claramente presentados mediante rasgos rápidos y seguros. Pero el protagonista de la novela es Ludo y en él Ribeyro ha concentrado su sagacidad sicológica; Ludo, como multitud de figuras novelescas, es un personaje ambiguo, un adolescente indeciso, un carácter informe. Resulta verdaderamente notable cómo Ribeyro ha delimitado esta ambigüedad, sin perderse en ella, como suele suceder a muchos novelistas, de tal modo que el relato no se vuelve nunca confuso, mantiene siempre una lúcida claridad magistral. Este personaje ambiguo, este carácter no formado, vive sumergido en un mundo igualmente equívoco, igualmente amorfo y sin ideales: el mundo de la ciudad burguesa latinoamericana. La conducta de Ludo, personaje paradigmático de un mundo pequeño burgués, está gobernada por motivos banales, por apetitos mezquinos o por ideales imprecisos que una realidad prosaica e implacable desmorona sin remedio. Éste es el valor supremo de la novela de Ribeyro: la demostración del contenido irrisorio del mundo pequeño burgués. La forma sobria y contundente, en que revela este contenido irrisorio, coloca a esta novela por encima de otras que han pretendido lo mismo y no lo han logrado tan cabalmente, aunque han gozado, luego, de mayor favor de la crítica y han logrado una más alta fortuna editorial. Un ejemplo bastará para subrayar esta virtud: la orgía que planea Ludo al comienzo de la novela. Ya este primer proyecto del protagonista muestra una suerte de idealismo negativo, casi un antiideal limitado al goce de placeres puramente sensuales; pero incluso este ideal negativo se frustra y el personaje no alcanza siquiera la grandeza en el mal o en la perversión y termina por ser juguete de una farsa grotesca y deprimente. Nos encontramos aquí ante el primer gran motivo antiépico de la nueva novela latinoamericana: la mostración de un mundo degradado, sin grandeza ni en el bien ni en el mal, ni en el ideal ni en la praxis. Mundo cuya mayor heroicidad está simbolizada en el muchacho que sin agua ni jabón se afeita el bigote en seco. Heroicidad vacua, intrascendente, cómica y muy distinta del valor desesperado e ineficaz, pero trascendente y aleccionador, de los comuneros de Rumi barridos por la metralla, sin tierra por donde escapar, en un mundo ancho y ajeno. De una manera lúcida y verdaderamente rotunda Julio Ramón Ribeyro ha tocado el meollo de la nueva realidad urbana latinoamericana, ha señalado magistralmente el camino que desde hace diez años vienen recorriendo los novelistas contemporáneos, ha configurado en una bella imagen novelesca el contenido irrisorio de los actos y las ideas de la burguesía latinoamericana.


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