Un acercamiento familiar - Juan Ramon Ribeyro Ipenza - Julio Ramón Ribeyro

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10.2.22

Un acercamiento familiar - Juan Ramon Ribeyro Ipenza



Julio Ramón nos dejó; sin embargo, los homenajes, estudios, libros o videos sobre él, se multiplican acá y en el extranjero, lo que nos reconforta ya que, después de todo, ha logrado ser reconocido como el mejor cuentista peruano y uno de los escritores de lengua española más importantes del siglo pasado, sobre el que la atención de críticos y lectores sigue creciendo de la mano con la esperanza de que aparezcan más tomos de la Tentación del fracaso, su diario íntimo, y que podrían constituir una parte muy importante de su obra, que revelan el itinerario de un escritor, sus crisis creativas que los exponen a un contraste entre “frágiles sueños y duras realidades”, como él decía.


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Mi relación con él fue la de uno de sus sobrinos favoritos, y que desde que tengo uso de razón, era convocado al dormitorio paterno para que mi madre, en voz alta, leyera las cartas que, entre una a tres al mes, se escribían Juan Antonio y Julio Ramón, correspondencia que por 30 años se mantuvo y fue objeto de los dos tomos de Cartas a Juan Antonio, que podrían ser dos más, y hasta cuatro, si ellas van acompañadas de las respuestas de mi padre, que están en Paris. 


Por estas cartas nos enterábamos de los avatares de la vida diaria de Julio Ramón, del avance de sus cuentos, sus nuevos proyectos, sazonados con temas políticos, fútbol y otros, familiares, más íntimos, siempre escritos con la misma frescura y lenguaje simple pero, siempre con gran valor literario y que le servían para mantener contacto con Lima, mientras mi padre como su agente literario recibía y enviaba los nuevos textos, lo presentaba a concursos, editoriales y le proveía de nuevas historias, algunas de las cuales se convirtieron en cuentos en donde fácilmente reconocemos a parientes, amigos, etc. Mi propio padre es “El profesor Suplente” y, del mismo modo, los cuentos “Cosa de Machos” y “Almuerzo en el Club” inequívocamente se refieren al tío materno de Julio, Fermín Zúñiga; así como “Silvio en el Rosedal” sucede en la hacienda vecina a la de mi tío Esteban Santa María; en “Escorpio”, “Por las Azoteas”, “Los eucaliptos”, “El ropero”, “Los viejos y la muerte” son historias de la niñez de Julio Ramón y Juan Antonio, y mi madre y hermanas viven en la quinta donde acontece “Tristes querellas en la vieja quinta”, cuyos personajes son reales y vivieron exactamente donde residimos y donde ambos hermanos vivieron una temporada; y por esta misma cercanía sabemos también que cuentos como “Rider y el pisapapeles”, no es un cuento fantástico, como todos creen, sino que al escritor le sucedió tal cual lo relata. 


Cuando Julio llegaba a Lima todos los veranos, comenzaba un mes de total algarabía, las reuniones familiares se sucedían en todas las casas de hermanos, primos y tíos. La generación del 50 aprovechaba para reunirse en casa de mis padres, donde recuerdo la presencia de Alfonso Barrantes, Francisco Bendezu, Washington Delgado, Carlos Eduardo Zavaleta, Eleodoro Vargas Vicuña, Juan José Vega, Raúl Galdo, Luis León Herrera, Hernando Cortez, Alejandro Romualdo, Leslie Lee, Emilio Rodríguez Larraín, Reynaldo del Solar, Pablo Macera, Leopoldo Chariarse, etc., y de las cuales recuerdo memorables debates sobre arte, literatura, historia y política, que marcaron mi afición por las letras. Más tarde con su nuevo grupo de amigos: Antonio Cisneros, Fernando Ampuero y Guillermo Niño de Guzmán, o solamente con mis primos Gonzalo de la Puente y Miguel Santa María, mi padre, mi tío Jorge de la Puente, solíamos beber unos copetines en la terraza barranquina hasta que la puesta del sol invitara a excursiones nocturnas. En ellas recuerdo claramente que Julio Ramón, siempre apurando una copa y un cigarro, se mantenía increíblemente sobrio y discreto, a despecho de su delicada apariencia y frágil salud, y continuaba con el mismo indesmayable ánimo con que salíamos, mientras que los demás íbamos quedando por el camino y renunciábamos. No sé porque entonces se ha tejido la sombría historia de un Julio Ramón triste y pesimista, cuando a lo más era un escéptico optimista que, la única certeza que tenía es que no hay convicciones duraderas y si no, no hubiera sobrepasado todos los pronósticos de vida que le daban entre tres a cinco años tras el cáncer que lo acompaño durante 30 años y de allí su extrema delgadez, que jamás doblego su irreductible amor por la vida, y tampoco se sintió menos por ser un cuentista antes que un novelista y no ser parte del boom latinoamericano, pues él era un escritor que no vivía de la literatura, ni por la literatura sino, “con la literatura”, como alguna vez lo manifestó. 


En tal sentido vienen a mi memoria innumerables acontecimientos felices que se daban en ese maravilloso mes en el que Julio venía al Perú, ir a comer ceviche a la playa, jugar fulbito, ver adentrarse a los viejos hermanos “mar adentro”, dado eran magníficos nadadores que, a pesar de su fragilidad, desafiaban las olas, desapareciendo de nuestra vista. Viajes a Ica o a la hacienda tarmeña de Esteban Santa María y volver a visitar el Rosedal de Silvio y, sobre todo, fantasear sobre futuros cuentos, pues para nosotros, que lo queríamos y admirábamos, esperábamos que algunas de nuestras anécdotas más febriles e increíbles, cuya exageración llevábamos al límite, se convirtieran en relatos, aunque ciertamente los hechos más anodinos son los que finalmente alcanzaban un lugar en sus libros, más aún cuando de por medio habían unos vinos o los famosos “brevis”, que servía mi padre y que eran capaces de arrancar la creatividad más delirante al menos imaginativo. 


Recuerdo que los lazos familiares y amicales siempre fueron importantes para él y desde Francia promovía que contásemos con lo que llamaba un Locus familiar, donde la familia y amigos se reuniese a menudo, tal y como una época lo fue la casa de su tío Fermín, donde todos los sábados la familia integra se juntaba en los famosos Gines, es así que mi padre, como siempre, le tomó la palabra y acondiciono el sótano de nuestra casa para estos eventos, algunos de los cuales el mismo Julio organizó, como fue en su último cumpleaños en agosto de 1994, y que hoy ese espacio se ha convertido, gracias al esfuerzo de mi madre Lucy Ipenza de Ribeyro, en un pequeño museo con las fotos, afiches y estatuas, entre otros objetos, de Julio Ramón. Así como en todo lo secundo mi padre, hasta en la muerte, tras fallecer Julio el cuatro de diciembre de 1994, mi padre lo siguió el diez de abril de 1996, una relación fraterna, que Alfredo Bryce describió como: “largas y hermosas y bondadosas y generosas almas gemelas de hermanos...”. 


También recuerdo gratamente que cuando tenía trece años me invito a vivir a París para que aprendiese pintura, dado que de niño tenía cierta habilidad para este arte y había ganado algunos premios locales, pero tontamente rechace la oferta porque creía que solo era un hobbie de lo que ahora me arrepiento, aunque sin olvidar su cariñosa y generosa oferta que creo lo pintan más bien como un hombre jovial, cercano y optimista, que jamás tiro la toalla, a pesar de que ciertamente la realidad de la clase media que lo circundo, y es escenario de la mayor parte de sus cuentos, fue la gris Lima; con una clase media llena de prejuicios, en las que la soledad, el desamor, la pobreza, la enfermedad, la mediocridad eran el pan de cada día y que pudieron llevarlo a ser un desencantado o amargado, pero no, por el contrario, siempre conservo la esperanza. 


También debo mencionar que los últimos cuatro años que vivió en el Perú fueron para él muy felices, organizaba reuniones en su departamento barranquino. Para ese entonces, ya no era tan reacio a las entrevistas periodísticas y comenzó a agradarle que lo reconocieran y le manifestaran su apreció, sobre todo cuando un mozo le pedía un autógrafo en una servilleta o la famosa anécdota de un grupo de niños de un colegio que se acercaron a él y le regalaron lápices para que siga escribiendo. Generalmente se trataba de gente humilde o del pueblo la que lo reconocía y eso lo reconfortaba más que los premios u homenajes académicos y, en tal sentido, a mi madre y hermanas les ocurrió una anécdota en el cementerio Presbítero Maestro, cuando aún no era un museo y donde descansas los restos de mi padre y sus antepasados en un mausoleo. En esa época Barrios Altos y el cementerio eran zonas donde abundaba la delincuencia y ellas se toparon con un grupo de “pirañas” que les cerraron el paso, gracias a Dios una excursión de escolares de un colegio privado Miraflorino no recuerdo si del Markhan o Humboldt aparecieron, pero solo de paso, así es que mi madre como un último recurso les dijo a estos escolares si sabían quién era Ribeyro, algunos contestaron que un escritor y para retenerlos les dijo que ese era el mausoleo de su familia y si conocían algún cuento de él, los niños miraflorinos enmudecieron, pero uno de los “pirañitas” dijo: “Los Gallinazos Sin Plumas” y comenzó a relatar brevemente el cuento, quedando evidenciado que, una vez más, que Julio Ramón era uno de los escritores más leídos por el pueblo, más que de élites sociales o económicas, y uno de “culto” por jóvenes literatos, intelectuales o lectores que buscaban, sin descanso, algunas de sus ediciones muy difíciles de encontrar, tanto que nosotros teníamos que pedir recompensas por los libros de Julio Ramón en los diarios, sin éxito, debido a que en algunas ocasiones nos quedábamos sin ejemplares y Julio necesitaba entregarlos a nuevas casas editoriales, en una época en que no habían computadoras y los únicos textos reproducibles eran las propias ediciones. 


Finalmente, recuerdo un serio encargo que me hizo ante la amenaza de la extinción de la estirpe familiar, pues además de Julio y mi padre, solo su hijo (Julio Ramon) y yo éramos los únicos Ribeyro y los últimos capaces de reproducirnos; sin embargo, yo contaba ya con casi treinta años y no tenía hijos, y mi primo hermano tampoco parecía estar pensando en compromisos serios, así que sugirió insistentemente que tuviésemos hijos para “renovar el stock familiar agotado”, cosa que finalmente pude cumplir con Juan Antonio y Julio Ramón Ribeyro, mis hijos, que son la prolongación de la familia que siempre fue tan importante para él

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