Muerte de Sevilla en Madrid
A Alida y Julio Ramón Ribeyro
La compañía venía dispuesta a instalarse con todas las de la ley. Para empezar, mucha
simpatía sobre todo. Bien estudiado el mercado, bien estudiadas las características de
los limeños que gastan, se había decidido que lo conveniente era una duplicidad, un
trato, una public relations bastante cargadas a lo norteamericano pero con profundos
toques hispanizantes, tal como esto pueden ser imaginados desde lejos, en resumen
una mezcla de Jacqueline Kennedy con el Cordobés. Y ya iban marchando las cosas,
ya estaban instaladas las modernas oficinas en modernos edificios de la Lima de hoy,
tú entrabas y la temperatura era ideal, las señoritas que atienden encantadoras, ni
hablar de los sillones y de los afiches anunciando vuelos a Madrid, y a otras ciudades
europeas desde ciudades tan distantes como Lima y Tokio. Tu vista se paseaba por lo
que ibas aceptando como la oficina ideal, tu vista descubría por fin aquella elegante
puerta, al fondo, a la derecha, GERENTE.
Para gerente de una compañía de aviación que entraba a Lima como Española,
vinieran de donde vinieran los capitales, nada mejor que un conde español. No fue
muy difícil encontrarlo además, y no era el primer solterón noble arruinado que
aterrizaba por Lima, llenando de esperanzas el corazón de alguna rica fea. Ya habían
llegado otros antes, parece que se pasaban la voz. Lima no estaba del todo mal.
Acogedora como pocas capitales y todo el mundo te invita. Como era su obligación,
el conde de la Avenida llegó bronceado, con varios temos impecables y un buen
surtido de camisas de seda. El título de conde lo llevaba sobre todo en la nariz
antigua, tan aguileña en su angosta cara cuarentona (cuarenta y siete años,
exactamente) que en su tercer almuerzo en el Club de los Cóndores, aceptó sonriente
el apodo que ya desde meses antes le habían dado silenciosamente en un club playero
sureño: el Águila Imperial.
Con tal apodo el mundo limeño que obligatoriamente iría circundándolo se puso
más curioso todavía y las invitaciones se triplicaron. El conde de la Avenida, para sus
amigotes el Águila Imperial, debutó en grande. La oficina de Lima se abrió
puntualmente, y para el vuelo inaugural, el Lima-Madrid, puso en marcha el famoso
sorteo que terminaría con su breve y brillante carrera de ejecutivo.
Pudo haber sido otro el resultado, pudo haber sido todo muy diferente porque en
realidad Sevilla ni se enteró de lo del sorteo. Y aun habiéndose enterado, jamás se
habría atrevido a participar. Él había triunfado una vez en Huancayo, antes de que
muriera Salvador Escalante, y desde entonces había vivido triste y tranquilo con el
recuerdo de aquel gran futbolista escolar.
Miraflores ya había empezado a llenarse de avenidas modernas y de avisos
luminosos en la época en que Sevilla partió rumbo al colegio Santa María, donde sus
tías, con gran esfuerzo, habían logrado matricularlo. Se lo repetían todo el tiempo,
ellas no eran más que dos viejas pobres, ¡ah!, si tus padres vivieran, pero a sus padres
Dios los tenía en su gloria, y a Sevilla sus tías lo tenían en casa con la esperanza de
que los frutos de una buena educación, en uno de los mejores colegios de Lima, lo
sacaran adelante en la vida. Abogado, médico, aviador, lo que fuera pero adelante en
la vida.
No fue así. La tía más vieja se murió cuando el pobre entraba al último año de
secundaria, y la pensión de la otra viejecita con las justas si dio para que Sevilla
terminara el colegio. Tuvo que ponerse a trabajar inmediatamente. Todos sus
compañeros de clase se fueron a alguna Universidad, peruana o norteamericana,
todos andaban con el problema del ingreso. Sevilla no, pero la verdad es que esta
apertura hacia lo bajo, hacia un puestecito en alguna oficina pública no lo entristeció
demasiado. Ya hacía tiempo que él había notado la diferencia. La falta de dinero hasta
para comprar chocolates a la hora del recreo, día tras día, lo fue preparando para todo
lo demás. Para lo de las chicas del Villa María, por ejemplo. Él no se sentía con
derecho a aspirar a una chica del Villa María. Las pocas que veía a veces por las
calles de Miraflores eran para Salvador Escalante. Él se las habría conquistado una
por una, él habría tenido un carro mejor que los bólidos que sus compañeros de clase
manejaban los sábados o, por las tardes, al salir del colegio. Eran todavía el carro de
papá o de mamá y lo manejaba siempre un chófer, pero cuando llegaban a recoger a
sus compañeros de clase, éstos le decían al cholo con gorra hazte a un lado, y partían
como locos a seguir al ómnibus del Villa María. Sevilla no. Él partía a pie y, mientras
avanzaba por la Diagonal para dirigirse hacia un sector antiguo de Miraflores, se
cruzaba con las chicas que bajaban del ómnibus del Villa María o que bajaban de sus
automóviles para entrar a una tienda en Larco o en la Diagonal. En los últimos meses
de colegio empezó a mirarlas, trató de descubrir a una, una que fuera
extraordinariamente bella, una que sonriera aunque sea al vacío mientras él pasaba. Si
una hubiese sonreído con sencillez, con dulzura, Sevilla habría podido encontrar por
fin a la futura esposa de Salvador Escalante.
Buscaba con avidez. Casi podría decirse que ésta fue la etapa sexual (aunque
sublimada) de la vida del joven estudiante. A pesar de que Salvador Escalante había
muerto años atrás, él continuaba buscándole la esposa ideal. Lo de la dulce sonrisa y
el pelo rubio parecían interesarlo particularmente, y hasta hubo unos días en que se
demoró en llegar a casa; se quedaba en las grandes avenidas miraflorinas, se
arrinconaba para buscar sin que se notara, pero la gente tenía la maldita costumbre de
pasar y parar. Cada vez que Sevilla veía venir a una muchacha, alguien pasaba, se la
tapaba, se quedaba sin verla. Siempre se le interponía alguien, la cosa realmente
empezaba a tomar caracteres alarmantes, por nada del mundo lograba ver a una chica,
la mujer para Salvador Escalante podría haber pasado ya ante sus ojos mil veces y
siempre un tipo le impedía verla, siempre una espaldota en su campo visual.
Así hasta que decidió que por la Diagonal y Larco era inútil. Por su casa tal vez.
Claro que había que consultarlo con Salvador Escalante. Fueron varios días de
meditación, varios días en que el recuerdo del gran futbolista escolar que le hizo caso,
que no se fijó que en sexto de primaria a Sevilla ya se le caían unos pelos grasosos,
varios días en que el recuerdo del amigo mayor, el del momento triunfal en Huancayo
creció hasta mantener a Sevilla en perenne estado de alerta. La gran Miraflores,
Larco, Diagonal, esas avenidas eran inútiles. Quedaba lo que Sevilla había sentido ser
el pequeño Miraflores. Pocos captaban esa diferencia como él. Pero en efecto existía
todo un sector de casas de barro con rejas de madera, casas amarillentas y viejas
como la de Sevilla. Las chicas que vivían en esas casas no iban al Villa María pero a
veces eran rubias y Sevilla sabía por qué. La cosa venía de lejos, de principios de
siglo y, ahora que lo pensaba, ahora que lo consultaba con Salvador Escalante, Sevilla
deseaba profundamente que todo hubiera ocurrido a principios de siglo cuando de
esas casas recién construidas salían rubias hijas de ingleses. Qué pasó con esos
ingleses era lo que Sevilla no sabía muy bien cómo explicarle a Salvador Escalante.
Por qué tantos inmigrantes se enriquecieron en el Perú y en cambio esos ingleses
envejecieron bebiendo gin y trabajando en una oficina. Ahora sólo algunas de sus
descendientes tenían el pelo rubio pero esto era todo lo que quedaba del viejo encanto
británico que pudo haber producido una esposa ideal para Salvador Escalante. Para
qué mentirle a Salvador Escalante, además. Bien sabía Sevilla que con pelo rubio o
castaño o negro esas chicas iban a otros colegios, terminaban de secretarias y se
morían por subir pecaminosamente a carros modernos de colores contrastantes.
Todo un lío. Todo un lío y una sola esperanza: la llegada triunfal del gran
futbolista escolar, convertido ya en flamante ingeniero agrónomo. Una tarde, después
de romperle el alma a todo aquel que llegara por esos barrios con afán de encontrar
una medio pelo, Salvador Escalante vendría a llevarse a la muchacha que Sevilla le
iba a encontrar, Salvador Escalante tenía las haciendas, la herencia, el lujoso
automóvil, la chica era buena y en una de esas viejas casonas amarillentas algún viejo
hijo de ingleses, pobremente educado en Inglaterra, extraviado entre el gin y la
nostalgia, volvería a sonreír. Valía la pena. Salvador Escalante aceptaba, después de
todo siempre jugó fútbol limpiamente, sin despreciar a los de los colegios nacionales,
después de todo siempre comulgó seriamente los primeros viernes. Instalado en su
vetusto balcón, Sevilla vio avanzar por la calle a la que, vista de más cerca, podría
llegar a ser la esposa de Salvador Escalante. Se dio tiempo mientras la dejaba venir
para vivir el momento triunfal en Huancayo, fue feliz pero entonces un automóvil
frenó y siete muchachos se arrojaron por las puertas y Sevilla se quedó sin ver a la
muchacha, imaginando eso sí que sonreía rodeada por sus siete compañeros de clase.
Sintió que era el fin muy profundo de una etapa que había vivido casi sin darse
cuenta, pero lo que más le molestaba, lo que más lo entristecía no era el haberse
convencido de que le era imposible lograr ver a una mujer hermosa, lo que más le
molestaba era el haberse quedado momentáneamente sin proyectos para Salvador
Escalante.
Porque desde tiempo atrás el gran futbolista escolar había quedado para siempre
presente en la vida de Sevilla. Con él resistió el asedio sufrido durante los últimos
años de colegio. Lo del pelo, por ejemplo. Se le seguía cayendo y siempre era uno
solo y sobre alguna superficie en que resaltaba lo grasoso que era. Caía un pelo ancho
y grasoso y la clase entera tenía que ver con el asunto pero Sevilla llamaba
silenciosamente a Salvador Escalante porque con él no había sufrimiento posible.
Sólo un triste aguantar, una tranquila tristeza limpia de complejos de inferioridad. Un
solo estado de ánimo siempre. Un solo silencio ante toda situación. Por ejemplo la
tarde aquella en que los siete que le impidieron ver a la última mujer que miró en su
vida llegaron a su casa. Sevilla estaba en la cocina ayudando a su tía, estaban
haciendo unos dulcecitos cuando sonó el timbre. Salió a abrir pensando que eran ellos
porque lo habían amenazado con pedirle prestada una carpeta de trabajo para
copiársela porque andaban atrasados. Abrió y le llovieron escupitajos disparados
entre carcajadas. Al día siguiente, toda la clase se mataba de risa con lo de Sevilla
con el mandilito de mujer. No era mentira, era el mandilito que se ponía cuando
ayudaba a su tía y era de mujer pero también era cada vez más fácil fijar la mirada en
un punto determinado de la pared: Salvador Escalante surgía siempre.
Y ahora que trabajaba en un oscuro rincón de la Municipalidad de Lima, perdido
en una habitación dedicada al papeleo, lo único que había cambiado era aquel punto
determinado de la pared. Sevilla encontraba a Salvador Escalante con sólo mirar a un
agujero del escritorio que alguien, antes que él, había abierto laboriosamente con la
uña. Eso era todo. Lo demás seguía igual, una tranquila tristeza, un pelo grasoso
sobre cada papel que llegaba a sus manos y una puntualidad que desgraciadamente
nadie notaba. Y eso más que nada porque Sevilla tenía jefe pero el jefe no tenía a
Sevilla. No le importaba tenerlo, en todo caso. La vida que se vivía en aquella oficina
llegaba hasta él convertida en un papel que se le acercaba a medida que pasaba de
mano en mano. La última mano le hablaba, le decía Sevillita, pero Sevillita no había
logrado integrarse aquí tampoco. Aquí triunfaban un criollismo algo amargado, los
apodos eran muy certeros y se vivía a la espera de un sábado que siempre volvía a
llegar. Salían todos y cruzaban un par de calles hasta llegar a un bar cercano. Sábado
de trago y trago, cervezas una tras otra y unas batidas terribles al que se marchaba
porque marcharse quería decir que en tu casa tu esposa te tenía pisado. Gozaban los
solteros burlándose de los casados, luego siempre algún soltero se casaba y tenía que
irse temprano quitándose como fuera el tufo y los solteros repetían las mismas
bromas aunque con mayor entusiasmo porque se trataba de un recién casado. Sevillita
nunca participó, nunca fue al bar y nunca nadie le pidió que viniera. Se le batía
rápidamente a la hora de salida pero de unas cuantas bromas no pasaba la cosa, luego
lo dejaban marcharse. A los matrimonios asistía un ratito.
Un día se le tiraron encima los compañeros de trabajo y el jefe sonrió. Sevilla fue
comprendiendo poco a poco que una flamante compañía de aviación iba a realizar su
vuelo inicial Lima-Madrid, y que para mayor publicidad había organizado un sorteo.
Entre todo peruano que llevara de apellido el nombre de una ciudad española, un
ganador viajaría a Madrid, ida y vuelta, todo pagado. La cosa era en grande, con
fotografías en los periódicos, declaraciones, etc. Sevilla miró profundamente al
agujero por donde llegaba hasta Salvador Escalante, pero la imagen de su vieja tía lo
interrumpió bruscamente.
Por lo pronto a su tía le costó mucho más trabajo comprender de qué se trataba
todo el asunto. Por fin tuvo una idea general de las cosas y aunque atribuyó
inmediatamente el resultado a la voluntad de Dios, lo del avión la aterrorizó. Ya era
muy tarde en su vida para aceptar que su sobrino, su único sustento, pudiera subir a
un monstruo de plata que volaba. En la vida no había más que un Viaje Verdadero, un
Último viaje que para ella ya estaba cercano y para el cual desde que murieron sus
padres había estado preparando a Sevilla.
—No viajarás, hijito. Creo que el Señor lo prefiere así.
Estaba bien, no iba a viajar. La oscuridad de aquel viejo salón, la destartalada
antigüedad de cada mueble iba reforzando cada frase de la anciana tía, cargándola de
razón. No viajaría. Bastaba pues con armarse de valor y con presentarse a las oficinas
de la Compañía de Aviación para anunciar que no podía viajar. Le daba miedo
hacerlo pero lo haría. Llamar por teléfono era lo más fácil; sí, llamaría por teléfono y
diría que le era imposible viajar por motivos de salud. Pero algo muy extraño le
sucedió momentos después. Salvador Escalante le aconsejó viajar mientras estaba
rezando el rosario con su tía, y por primera vez en años no pudo rezar tranquilo. Su
tía no notaba nada pero él simplemente no podía rezar tranquilo, no podía continuar,
hasta empezó a moverse inquieto en el sillón como tratando de ahuyentar la
indescriptible nostalgia que de pronto empezaba a invadir a borbotones la apacible
tristeza que era su vida. Mil veces había revivido los días en Huancayo con Salvador
Escalante pero todo dentro de una cotidianidad tranquila, esto de ahora era una
irrupción demasiado violenta para él.
Tampoco cenó tranquilo, y por primera vez en años se acostó con la idea de que
no se iba a dormir muy pronto. Cuántas veces había pensado en sus recuerdos, pero
esta noche en vez de traerlos a su memoria era él quien retrocedía hacia ellos,
dejándose caer, resbalándose por sectores de su vida pasada que lo recibían con
nuevas y angustiosas sensaciones. Volvía a vivir quinto, sexto de primaria cuando
empezaron los preparativos para el viaje a Huancayo. Tía Matilde vivía aún y
dominaba un poco a tía Angélica, pero en este caso las dos estaban de acuerdo en que
debía asistir: el Congreso Eucarístico de Huancayo era un acontecimiento que ningún
niño católico debía perder. Qué buena idea de los padres del colegio la de llevarlos.
Una reunión de católicos fervientes y un enviado especial del Papa para presidir las
ceremonias. Por primera vez en su vida Sevilla se acostó con la idea de que no se iba
a dormir muy pronto. Como ahora, en que volvió también a encender la lamparita de
la mesa de noche y a salirse de la cama con la misma curiosidad de entonces, el
mismo miedo, los mismos nervios, por qué años después volvía a atravesar el
dormitorio en busca del Diccionario Enciclopédico para averiguar temeroso cómo era
la ciudad a la que iba a viajar con unos compañeros entre los cuales no tenía un solo
amigo. El mismo viejo Diccionario Enciclopédico Ilustrado que ya entonces había
heredado de sus padres. Lo trajo hasta su cama recordando que era una edición de
1934. Leyó lo que decía sobre Huancayo, pensando nuevamente que ahora tenía que
ser mucho mayor el número de habitantes…
«Huancavo, Geogr. Prov. del dep. de Junín, en el Perú. 5244 km; 120 000 h. (Pero
ahora tenían que ser más que entonces). Comprende 15 distr. Cap. homónima.
Coca, caña, cereales; ganadería; minas de plata, cobre y sal; quesos, cocinas,
curtidos, tejidos, sombreros de lana. 2 Distr. de esta prov. 11 000 hab. cap.
homónima. 3C. del Perú, cab. de este distr. y cap. de la provincia antedicha. 8000
h. Minas».
No pudo ocultar una cierta satisfacción cuando Salvador, Escalante le convidó a
un chicle. Salvador Escalante era un ídolo, el mejor futbolista del colegio y estaba en
el último año de secundario. Viajaba para acompañar al hermano Francisco y
ayudarlo en la tarea de cuidarlos. El ómnibus subía dando curvas y curvas y, cuando
llegaron a Huancayo, Huancayo resultó ser completamente diferente a lo que decía el
diccionario. Lo que decía el diccionario podía ser cien por ciento verdad pero faltaba
en su descripción aquella sensación de haber llegado a un lugar tan distinto a la costa,
faltaba definitivamente todo lo que lo iba impresionando a medida que recorría esas
calles pobladas de otra raza, esas calles de casas bastante deterioradas pero que
resultaban atractivas por sus techos de doble agua, sus tejas, sí, sus tejas. Techos y
techos de tejas rojas y un aire frío que los obligaba a llevar sus pijamas de franela.
Sevilla nunca pensó que los pijamas pudieran ser tan distintos. Dormían en un largo
corredor de un moderno convento y realmente cada compañero de clase tenía un
pijama novedoso. Definitivamente el de Santisteban parecía todo menos un pijama y
el de Álvarez Calderón sólo en una película china. No le importó mucho tener el
único vulgar pijama de franela porque, además, ya había habido toda esa larga
conversación con Salvador Escalante durante el viaje. Él nunca trató de hablarle,
Salvador Escalante le hablaba.
Lo mismo fue al día siguiente. Ayudaba al hermano Francisco con lo de la
disciplina, pero a la hora del almuerzo se sentó a su lado y volvió a hablarle. Sevilla
se moría de ganas de agregarle algo a sus monosílabos y fue en uno de esos esfuerzos
que sintió de golpe que Salvador Escalante lo quería. Fue como pasar del frío serrano
que tanto molestaba en los lugares sombreados a uno de esos espacios abiertos donde
el sol cae y calienta agradablemente. Fue macanudo. Fue el fin de su inquietud ante
todos esos pijamas tan caros, tan distintos, tan poco humildes como el suyo.
Claro que mientras asistían a las ceremonias del Congreso, Sevilla era uno más
del montón, un solitario alumno del Santa María, aquel que no podía olvidar que para
sus tías todo este viaje había representado un gasto extra, el que no metía vicio ni se
burlaba de los indios, el más beato de todos por supuesto. Las apariciones del enviado
especial del Papa le causaban verdaderos escalofríos de cristiana humildad.
Pero había los momentos libres y Salvador Escalante podía disponer de ellos solo,
haciendo lo que le viniera en gana. El hermano Francisco lo dejaba irse a deambular
por la ciudad, sin uniforme, con ese saco sport marrón de alpaca y la camisa verde.
Sevilla lo vio partir una, dos veces, jamás se le ocurrió que, a la tercera, Salvador
Escalante le iba a decir vamos a huevear un rato, ya le dije al hermano Francisco que
te venías conmigo.
Simplemente caminaban. Vagaban por la ciudad y todas las chicas que iban a los
mejores colegios de Huancayo se disforzaban, se ponían como locas, perdían
completamente los papeles cuando pasaba Salvador Escalante. Tenían un estilo de
disforzarse muy distinto al de las limeñas, algo que se debatía entre más bonito, más
huachafo y más antiguo. Por ejemplo, de más de un balcón cayó una flor y también
hubo esa vez en que una dejó caer un pañuelo que Sevilla, sin comprender bien el
jueguito, recogió ante la mirada socarrona de su ídolo. La chica siguió de largo y
Sevilla se quedó para siempre con el pañuelo. Porque Salvador Escalante
simplemente caminaba. Avanzaba por calles donde siempre había un grupo de
muchachas para sonreírle. Sevilla se cortaba, se quedaba atrás, pegaba una carrerita y
volvía a instalarse a su lado.
Una tarde Salvador Escalante se detuvo a contemplar los afiches de Quo Vadis,
los mártires del cristianismo. «Una buena película para estos días», pensó Sevilla,
mientras recibía un chicle de manos del ídolo. «Entramos», dijo Salvador Escalante y
él como que no comprendió, en todo caso se quedó atrás contemplando como
boletera, controladora y acomodadora se agrupaban para admirar la entrada de su
amigo. Fue cosa de un instante, una especie de rápido pacto entre las tres cholitas
guapas y el rubio joven de Lima. Salvador Escalante pasó de frente, no pagó, no le
pidieron que pagara, lo dejaron entrar regalando al aire su sonrisa de siempre,
mientras Sevilla sentía de golpe la profunda tristeza de haber quedado abandonado en
la calle.
Y desde entonces revivió hasta la muerte el momento en que Salvador Escalante
no lo olvidó. Ya estaba en la entrada a la sala, él en la vereda allá afuera, cuando
volteó y le hizo la seña aquella, entra, significaba, y Sevilla se encogió todito y cerró
los ojos, logrando pasar horroroso frente a las tres señoritas del cine. Fue una especie
de breve vuelo, un instante de timorato coraje que, sólo cuando abrió los ojos y
descubrió a Salvador Escalante esperándolo sonriente, se convirtió en el instante más
feliz de su vida. Entró gratis, gratis, gratis. Por Unos segundos había compartido a
fondo la vida triunfal de Salvador Escalante. Salvador Escalante no le falló nunca, y
cuando volvieron a Lima continuó preguntándole por sus notas en el colegio,
aconsejándole hacer deporte y tres veces más ese año le regaló un chicle.
Luego se marchó. Terminó su quinto de media y se marchó a seguir estudios de
agronomía, con lo cual Sevilla empezó a seleccionar sus recuerdos. Lo del cine en
Huancayo lo recordaba como un breve vuelo por encima de tres cholitas y hacia un
destino muy seguro y feliz. Había sido todo tan rápido, su indecisión, su entrada, que
sólo podía recordarlo como un breve vuelo, una ligera elevación, no recordaba haber
dado pasos, recordaba haber estado solo en la vereda y luego, instantes después, muy
confortable junto a Salvador Escalante. Y era tan agradable pensar en todo eso
mientras caminaba por las canchas de fútbol donde Salvador Escalante había metido
tantos goles. Sevilla ya no le podía absolutamente nada más al Santa María. Sus
compañeros de clase podían burlarse de él hasta la muerte: nada, no sufría. Los pelos
grasosos podían continuar cayendo sobre las páginas blancas de los cuadernos: nada,
Sevilla había entrado a la tranquila tristeza que era su vida sin Salvador Escalante,
había entrado a una etapa de selección de sus recuerdos, eso era todo para él,
necesitaba ordenar definitivamente su soledad.
Pero Salvador Escalante volvió. Vino como exalumno y jugó fútbol y metió dos
goles y caminó desde el campo de fútbol hasta los camerinos con Sevilla al lado.
Volvió también a jugar baloncesto, alumnos contra exalumnos, y hablaba de
agronomía y allí estaba Sevilla, a un ladito, escuchándolo. O sea que la vida podía
volver a tener interés en el Santa María. Sevilla comprendió que Salvador Escalante
era un exalumno fiel a su colegio, uno de esos que volvía siempre, sólo bastaba con
estar atento a toda actividad que concerniera a los exalumnos: Salvador Escalante
volvería a caminar por el colegio como caminaba por Huancayo cuando caían
pañuelos, sonrisas y flores.
No duró mucho, sin embargo. Salvador Escalante era hijo de ricos propietarios de
tierras, pertenecía a una de las grandes familias de Lima y los periódicos se ocuparon
bastante de su muerte. Debió ocurrir de noche (el automóvil no fue localizado hasta la
madrugada por unos pastores). El joven y malogrado estudiante de agronomía
regresaba de una hacienda en Huancayo, víctima del sueño perdió probablemente el
control de su vehículo y fue a caer a un barranco, perdiendo de inmediato la vida.
Sevilla compró todos los periódicos que narraban el triste suceso, recortó los artículos
y las fotografías (creía reconocer el saco marrón de alpaca), todo lo guardó
cuidadosamente. Pensó que, de una manera u otra, la vida lo habría alejado para
siempre de Salvador Escalante, lo de los exalumnos fieles no podía durar
eternamente. Con apacible tristeza volvió a ordenar aquellos maravillosos recuerdos
que las cálidas reapariciones del Salvador Escalante por el Santa María habían
interrumpido momentáneamente.
La vida limeña había tratado al conde de la Avenida como a un águila imperial.
Volaba alto, volaba con elegancia y dentro de tres años, al cumplir los cincuenta, todo
estaba calculado, iba a caer sobre su ya divisada presa. Anunciata Valverde de
Ibargüengoitia, treinta y nueve años muy bien llevados, un desafortunado
matrimonio, un sonado y olvidado divorcio, la más hermosa casa frente al mar en
Barranco y esa sólida fortuna sobre la cual al caballero español ya no le quedaba duda
alguna. Eso, dentro de tres años. O sea que quedaba tiempo para continuar
disfrutando, de los tres clubs de los cuales ya era socio: el Golf, los Cóndores, para el
bronceo invernal. La Esmeralda para los coctelitos conversados que precedían al
baño de mar o de piscina y el almuerzote rodeado de amigos. Y para la intimidad o
para las invitaciones correspondiendo a invitaciones, el penthouse en el moderno
edificio de la avenida Dos de Mayo, San Isidro. Lo había decorado con gusto y tenía
sobre todo el suntuoso baño ése, plagado de repisas y lavandas, se levantaba cada
mañana y se deslizaba por una alfombra que le iba acariciando los pies,
calentándoselos mientras se acercaba al primer espejo del día, estaba listo para
afeitarse, pero se demoraba siempre un poco en empezar porque le gustaba observar
desde allí aquella monumental águila de plata ubicada sobre una mesa especial en el
dormitorio, un águila con las alas abriéndose, a punto de iniciar vuelo, algo tan
parecido a todo lo que él estaba haciendo desde que llegó a Lima.
Y Lima realmente lo seguía tratando bien, muy bien, ni una sola queja. En ciertos
asuntos ya era toda una autoridad. En su penthouse, por ejemplo (y en otros cócteles),
alabó los vinos de La Rioja alavesa como complemento indispensable para
acompañar determinada cocina española, hasta convertirlos en obligatorios dentro de
todo un círculo de amistades. Gregorio de la Torre produjo una noche siete botellas
de Marqués de Riscal, brut… No, no mi amigo; ni siquiera Marqués de Riscal. El
Águila Imperial prefería los de don Agustín. Sí, señores, don Agustín. Don Agustín,
un hombre tan generoso como sus vinos y que tiene sus bodegas en Laserna, un lugar
cercano a Laguardia, ¡ah!, ¡Laguardia!, ¡pueblo inolvidable! Dios sabe cómo fue a
caer él por Laserna una noche, semanas antes de partir al Perú. El trato quedó cerrado
poco rato después: don Agustín le enviaría mensualmente aquel delicioso vino casero
que hasta el propio Juan Lucas y su adorable esposa Susan alabaron con adjetivos
novedosos. Para vinos, desde entonces, había que consultar con el conde de la
Avenida. Y había que invitarlo mucho. Mucho.
Bebía lo justo y fumaba lo aconsejable y en las agencias todo estaba listo para
poner en marcha la Compañía. Desde ayer el famoso sorteo tenía un ganador y hoy, a
las once de la mañana, la oficina principal se llenaría de periodistas, champán a
diestra y siniestra, ésa era la culminación de una brillante campaña publicitaria. El
conde de la Avenida se estaba afeitando. Lo de anoche había sido gracioso con la
cholita tan guapa. Lo habían invitado a casa de uno de esos limeños que les da por lo
autóctono y resultó que había nada menos que una soprano de coloratura. Eran
canciones bonitas pero ella dale que dale con agregarles bajos bajísimos y altos
altísimos, toda clase de pitos y alaridos, hacía lo que le daba la gana con la garganta.
«Esto es lo indígena», le explicaron por ahí, pero eso a él le interesaba muy poco, la
verdad que a él sólo le interesaba la cholita en sí. «¿Cómo demonios se aborda a este
tipo de gente?», se preguntaba el Águila Imperial.
Debió hacerlo muy mal porque por toda respuesta obtuvo una frase de lo más
divertida: «Esta noche parto de viaje con el Presidente de la República y con todos
sus ministros». Había dos ministros en la reunión y ninguno de los dos tenía pinta de
partir de gira ni mucho menos. Simplemente la soprano de coloratura no había
captado quién era él, la distancia era muy grande, es verdad, pero el conde de la
Avenida había optado por acortarla al máximo: le mostró su tarjeta de visita y le
habló inmediatamente de tres cabarets famosísimos en Madrid. Se estaba terminando
de afeitar cuando la soprano de coloratura vino a despedirse, tengo que grabar, te
llamo el jueves, dejándolo con una deliciosa sensación de fortaleza física. Se sentía
bien, excesivamente bien, tanto que trajo el águila de plata al baño y le fue arrojando
agua mientras se duchaba, hey, Francisco Pizarro, le dijo, de pronto, how are you
feeling today?
Mientras tanto el pobre Sevilla había hecho su diario recorrido Miraflores-Lima
en su diario Expreso de Miraflores, pero hoy no se sentía como siempre. Hoy se
sentía algo distinto. Por lo general no sentía nada, iba al trabajo y eso era todo. Pero
esta vez la noche la había pasado mal: si dormía era casi despierto y con una
mezcolanza de recuerdos sobre el Santa María, sobre Salvador Escalante; si
despertaba seguía medio dormido y se enfrentaba al problema del viaje que el ídolo
escolar tanto le recomendaba. «No viajarás, hijito. Creo que el Señor lo prefiere así».
Cómo iba a hacer para decirle a los de la Compañía de Aviación que no iba a viajar y
cómo iba a hacer para decirle a su tía Angélica que sí iba a viajar. Además tenía que
pedirle permiso al jefe para usar uno de los teléfonos de la oficina. Y tenía que mentir
diciendo que por motivos de salud no iba a viajar y mentir era pecado. Tenía que
hablar por teléfono con un hombre al que no conocía para mentirle convincentemente
un pecado y Salvador Escalante que se había pasado toda la noche aconsejándole el
viaje, cómo le iba a decir a su tía que sí iba a viajar. Lo último que sintió al llegar a la
oficina fue un ligero malestar estomacal y un inevitable pedo que se le venía. Se
detuvo un ratito para tirarse el pedo antes de entrar y resulta que fueron dos pedos.
Al levantar la cara para seguir avanzando, y mientras comprobaba que el
estómago le molestaba aún, reconoció al impecable joven que, justo en ese instante,
estaba pensando: «Me lo temía; tenía que ser éste Sevilla». Pero un brillante jefe de
relaciones públicas nunca debe temerse nada y Sevilla fue recibido con un
entusiasmo que aumentó su malestar estomacal. Cucho Santisteban lo había escupido
un día, la tarde aquélla del mandilito de mujer, y ahora venía en nombre de la
Compañía de Aviación, ya estaba todo arreglado en la oficina, ya estaba todo listo,
Cucho Santisteban venía a llevárselo al cóctel publicitario. Sevilla quiso hablar pero
Cucho Santisteban venía a llevárselo simple y llanamente. Desde el jefe hasta el
penúltimo del fondo, el que le alcanzaba los papeles a Sevillita, todos dejaron
sonrientes que Cucho Santisteban se lo llevara.
Y quiso hablar todo el tiempo, es decir que quiso decir a cada momento, entre
cada fotografía, entre cada flash que le era imposible abandonar a su tía Angélica,
vieja enferma sola incapaz de quedarse sola durante tantos días. En cambio los
periodistas anotaban que se sentía feliz con el resultado del sorteo, que estaba
orgulloso de poder volar en los modernos aparatos de la Compañía, que era la
oportunidad de su vida, sí, sí, tal vez la única oportunidad de conocer el Madrid que
cantó Agustín Lara. Todo esto mientras Cucho Santisteban le colocaba copas de
champán en la mano, pensando que si Sevilla había sido feo en el colegio ahora era
un monstruo. But Public Relations tenía que embellecer el asunto como fuera,
sonrisas, muchas sonrisas, cada flash anulaba la realidad, cada flash desdibujaba el
pelo ralo y grasoso de Sevilla, sus cayentes y estrechos hombritos, la barriga fofa y
sobre todo las caderas chiquitas como todo lo demás pero muy anchas en ese cuerpo,
tristemente eunucoides. Y la ausencia total de culo. Public Relations había cumplido
su tarea, sólo esperaba que Sevilla tuviera cuando menos un temo y una camisa mejor
para el viaje. Cucho Santisteban podía volver a cagarse en la noticia, ahora las firmas
y formalidades con el Águila Imperial. Pero un repentino e incómodo sentimiento
empezó a molestarlo. La vida lo estaba tratando magníficamente bien, pero por un
instante ni su perenne sonrisa disimuló una súbita rabia: Sevilla seguía siendo
escupible y sin embargo llega una época en la vida en que algo, algo, ¡maldita sea!,
nos impide escupir.
Lo anunciaron y, ahí dentro, en la gerencia, se interrumpió un tararear. Al Águila
Imperial se le había pegado una de las canciones de la soprano de coloratura y se
sentía de lo más bien repitiéndola. Su optimismo tenía una canción más que tararear y
era tan agradable andar tarareando en esa oficina de gruesa alfombra, con los
aditamentos esos para que nada suene, impidiendo todo ruido que no fuera el de su
voz, su sana voz hispánica. Entonces apareció Sevilla como que cayó de algún sitio y
apareció paradito en la alfombrota, ahí, delante de él. El conde de la Avenida pensó
en la soprano de coloratura y sintió una ausencia casi angustiosa. Volteó buscando la
mesa con el águila de plata y no estaba ahí, Anunciata Valverde de Ibargüengoitia se
esfumó desesperantemente de sus proyectos definitivos, ni los tres años de vida de
soltero noble e interesante que tenía por delante fueron algo que llenara su pecho de
alguna energía, definitivamente la palabra optimismo envejeció, inmediatamente
ocurrió lo mismo con la palabra ejecutivo, Madrid by night era una estupidez
deprimente. Y Sevilla paradito ahí, horrible, negando toda la escala de valores por la
que el conde de la Avenida venía subiendo desde que llegó a Lima, destrozando su fe
en aquel libro Life begins at forty, envejeciéndolo, envejeciéndolo. Morosamente.
Sevilla paradito ahí. «Un deterioro momentáneo —pensó el Águila Imperial—… algo
como atropellar a un mendigo entre los Cóndores y el Golf… Si, un deterioro
momentáneo; eso es todo». Pero la palabra momentáneo empezó a durar con la
sensación de que iba a durar ya para siempre.
Con un gran esfuerzo el Águila Imperial decidió imitarse, se imaginó actuando
ayer y empezó a copiarse igualito. «Siéntese, jovencito… Ante todo mis
felicitaciones», pero la materia imitable se le acababa, se le acababa, tenía que
abreviar: «Firme usted estos documentos». Ésa fue la continuación del fin, de algo
que había empezado cuando la cotidiana deformidad de Sevilla sobre la alfombra
roja, cuando los numerosos signos de decrepitud en un hombre de veinte años menor
que él destrozaron un sistema de vida cuya base eran lujo y belleza día y noche. «¡No
puede ser!», gritó angustiado. Sevilla palideció y la sombra de su barba se puso más
sucia todavía. El conde ejecutivo se incorporó, fue hasta la amplia ventana de su
despacho, corrió luego hasta el espejo de su baño privado, por fin allí se detuvo y,
abriendo grandazos los ojos, declamó:
SOPRANO DE COLORATURA VINOS DE DON AGUSTÍN PLAYBOY LIFE BEGINS AT FORTY
GREEN GOLF AND BEAUTIE RIOJA ALAVESA NARIZ AGUILEÑA ÁGUILA IMPERIAL
ANUNCIATA VALVERDE DE IBARGÜENGOITIA
Este último nombre lo había asociado varias veces con unos versos de Antonio
Machado, logró decirlos
«Y repintar los blasones, hablar de las tradiciones»
pero al final ya casi no pudo, le temblaba la voz, Machado había envejecido y
había muerto y ahí estaba su cara en el espejo, transformada, transformándose, la
nariz aguileña sobre todo aumentando hasta romper su borde habitual, su justo límite
imperial y él siempre había tenido los ojos hundidos pero no éstos de ahora, dos ojos
hundidísimos entre arrugas y sin embargo saltados, saltones, dos huevos duros
hundidos y salientes al mismo tiempo.
Aún le quedaban la franela inglesa de su terno y la seda de su camisa. Con eso
tenía tal vez para volver a su escritorio, sí, sí, sentarse, imitarse anteayer, ayer ya no
le quedaba, que Sevilla firme rápido, la última esperanza, un último esfuerzo…
—Firme aquí, jovencit…
Pero Sevilla estaba desconcertado con la forma en que cada rasgo en esa cara
decaía, se acentuaba entristeciendo. Sevilla estaba tímidamente asustado y no atinó a
sacar un lapicero. Hubo entonces otro último esfuerzo del conde: alcanzarle el suyo
para que firme rápido. Tan rápido que el conde dejó el brazo extendido para que se lo
devolviera, sobresalía el puño de seda de su camisa con el gemelo de oro y él lo
miraba fijamente, el sol brilla sobre la paz de un campo de nieve… Pero sobre el
puño de seda de su camisa con el gemelo de oro cayó el pelo grasoso cuando Sevilla
inclinó un poquito la cabeza para devolverle el lapicero.
Tres semanas más tarde, un avión de la flamante Compañía abandonaba la
primavera limeña rumbo a España, mientras que otro avión abandonaba el otoño
madrileño rumbo al Perú. En el primero viajaba, definitivamente acabado, el conde
de la Avenida; en el segundo traían el cadáver de Sevilla. Casi podría decirse que se
cruzaron. Y que Lima ha olvidado por completo al Águila Imperial, y que lo del
suicidio de Sevilla, si bien dio lugar a conjeturas e investigaciones, fue también
rápidamente olvidado por todos, salvo quién sabe por la vieja tía Angélica, hundida
para siempre en la palabra resignación. Es cierto que la Compañía hizo más de un
esfuerzo por recuperar al conde, por volverlo a tener al frente de sus oficinas, pero
muy pronto los tres psiquiatras que lo trataron en los días posteriores al primer ataque
de angustia optaron por darle gusto, es decir, optaron por enviarlo de regreso a
España. Era lo único que quería, un deseo de enfermo, de hombre que sufre
terriblemente, y por qué no concedérselo si era tan obvio que se trataba de un hombre
inútil, de una persona que sólo deseaba seguir envejeciendo y morir de tristeza en un
sanatorio de España. Se le trasladó, pues, a su país, se puso a otro brillante ejecutivo
al frente de la Compañía y a esto se debe, tal vez, que en Lima se le olvidara tan
pronto; en todo caso a este traslado se debe que nunca más se supiera de su suerte, del
tiempo que su cuerpo resistió vivir así, soportando esa repentina invasión de la nada,
del decaimiento y, como él solía tratar de explicarle a los médicos, del «deterioro».
«Resignación», era la palabra de la vieja tía Angélica, y la pronunciaba cada vez
que algo no estaba de acuerdo con sus deseos. La pronunciaba despacio, en voz baja,
mirando siempre hacia arriba, como quien ha encontrado una manera de comunicarse
con Dios y no pretende ocultarla. También por ella hizo algunos esfuerzos la
Compañía, pero cuando vinieron a contarle lo ocurrido, a entrar en detalles, a hablar
de indemnizaciones y cosas por el estilo, fue otra su reacción. Claro que aún le
quedaban los meses o los años de vida que el Señor le mandara, y habría además que
ir al mercadito y comprar que comer, pero esta vez la tía Angélica rechazó todo
contacto con las voces humanas, con las cifras que eran el monto de la
indemnización: la tía Angélica se sentó en uno de sus vetustos sillones, alzó el brazo
con la mano extendida en señal de «basta, basta de detalles, basta ya», y cortó para
siempre con los hombres. Iba a pronunciar la palabra «resignación» con fuerza, como
si hubiese descubierto su definitivo y último significado, pero sintió que los brazos de
su sillón la envolvían llevándosela un poco. A su derecha, sobre una mesa, estaba su
grueso misal cargado de palabras católicas, palabras como la que acababa de estar a
punto de pronunciar. Tantas palabras y recién a los ochenta años ser una de ellas.
«Basta, basta de detalles, basta ya», les indicaba con la mano en alto. El imbécil de
Cucho Santisteban insistía en hablar y ella le hizo las últimas señas, pensando al
mismo tiempo «Aléjense que ya yo estoy lejos». Acababa de hundirse en un
significado, su palabra de siempre la había llamado esta vez, se sentía más cerca de
Algo en su resignación de ahora, quizá porque todos recorremos un camino en
profundidad con los significados de las palabras, éstas no son las mismas con el
transcurso del tiempo, la tía Angélica sin duda había recorrido su camino pero hasta
traspasar los límites humanos de su vieja y católica palabra.
«Resignación», dijo la tía Angélica, cuando Sevilla le contó que no le quedaba
más remedio que viajar, que lo habían entrevistado, que lo habían fotografiado, que
no lo habían dejado explicarles que, en el fondo, prefería no partir. Algo le dijo
también sobre el gerente de la Compañía de Aviación, el señor parecía estar muy
enfermo, tía, pero la viejita continuaba aún mirando hacia arriba, comunicándose con
otro Señor, y no le prestó mayor atención. Sevilla andaba preocupado, ante sus ojos
había ocurrido un fenómeno bastante extraño, pero todo lo olvidó cuando volvió a
sentir que definitivamente lo del estómago lo molestaba cada vez más.
Así fue el primer día antes del viaje, silencio y silencio mientras tía y sobrino
dejaban que el destino se filtrara en ellos, a ver qué pasaba luego. Pero el segundo día
todo empezó a cambiar. Por lo pronto, la tía se llenó de ideas acerca de lo que era un
viaje y de lo que era un hotel. Un hotel, por ejemplo, era un lugar donde centenares
de personas se acuestan en la misma cama y utilizan las mismas sábanas, sabe Dios
qué infecciones puede tener esa gente. No, él no podía utilizar las mismas sábanas
que otra persona por más lavadas que estén, nunca se sabe, hijito. Ella se encargaría
de darle un par con su correspondiente funda de almohada. Y la misa. ¿Cómo hacer
para enterarse dónde quedaba la parroquia más cercana al hotel y a qué horas había
misa? Ése era otro problema, el más grave de todos. Lo aconsejable era llamar al
padre Joaquín, que era español, explicarle la ubicación del hotel y que él les dijera
cuál era la iglesia más cercana. Total que, poco a poco, el viaje empezó a llenar la
mente de la tía Angélica y nuevamente se le vio desplazándose de un extremo a otro
de la casa, muy ocupada, muy preocupada, como si caminar y caminar y subir y bajar
escaleras la ayudara a encontrar una solución para cada uno de los mil detalles que
era indispensable resolver antes de la partida.
Sevilla lo aceptaba todo como cosa necesaria, dejaba que su tía se encargara de
cada pormenor, en el fondo le parecía que ella tenía razón en preocuparse tanto pero
había algo que, a medida que pasaban los días, empezaba realmente a atormentarlo.
El estómago. Durante cuatro días no durmió muy bien pensando cómo iba a hacer
para cambiar las sábanas sin que la persona encargada de hacerle la cama se diera
cuenta. Tendría que reemplazarlas por las suyas cada noche antes de acostarse pero el
verdadero problema estaba en reponer las del hotel cada mañana. Tendría que
arrugarlas como si hubiera dormido con ellas y tendría que esconder las suyas, todo
esto corriendo el riesgo de que la persona en cargada de la limpieza las encontrara
arrinconadas en algún armario o algo así. En esta preocupación se le encajó otra y el
quinto día durmió pésimo: para el primer domingo en España había excursión
prevista a Toledo y en el prospecto no se hablaba de misa para nada. Esto era mejor
ocultárselo a su tía. Pero lo otro, lo del estómago, continuaba también
atormentándolo. Normalmente iba al baño todas las mañanas, a las seis en punto,
pero al día siguiente al cóctel publicitario se despertó a las cinco y no tuvo más
remedio que ir al baño en el acto. Trató de ir de nuevo a las seis por lo de la
costumbre, pero nada. Nada tampoco una semana después, nada a las cinco y nada a
las seis, y se fue al trabajo sin ir al baño. De pronto el asunto fue a las tres de la tarde
y dos días antes de la partida fue a las ocho de la noche, algo flojo el estómago,
además. Fue otra cosa que le ocultó a su tía. Por fin la víspera del viaje, por la tarde,
estando ya la maleta lista con sus sábanas, sus medallitas, su ropa, en fin con todo
menos con el misal y el rosario que aún tenía que usar, Sevilla decidió acudir donde
un antiguo profesor del Santa María y pedirle permiso para viajar. Iba a viajar de
todas maneras, mañana a las once en punto venía Cucho Santisteban a recogerlo para
acompañarlo al aeropuerto, en nombre de la Compañía (habría más fotos y todo eso),
pero Sevilla decidió visitar el consultorio de su antiguo profesor de anatomía, que era
médico también, y pedirle permiso para viajar. No le contó lo del estómago.
Simplemente se sentó tiesecito y con las manos juntas sobre sus rodillas en una
postura que cada día era más la postura de Sevilla, como si tuviera su misal cogido
entre ambas manos. Allí estuvo sentado unos quince minutos contando en voz muy
baja todo lo que le había ocurrido en los últimos diez o doce días y el exprofesor lo
escuchaba mirándolo sonriente. Lo dejaba hablar y sonreía. Sólo se puso serio cuando
Sevilla le dijo que partía mañana por la mañana, y en seguida le preguntó si le
aconsejaba o no viajar.
—Profesor —agregó—, quiero que me dé usted permiso para viajar.
—Viaje usted no más —le dijo el exprofesor—; y si le va bien no se olvide usted
de traerme uno de esos puñalitos de Toledo. Uno pequeño. Vea usted, años que tengo
este consultorio y me falta un cortaplumas.
Del consultorio fue a despedirse de sus compañeros de trabajo pero llegó tarde y
ya se habían ido. De allí regresó a Miraflores, directamente a la parroquia para
confesarse con el padre Joaquín. La penitencia, casi nada, tuvo que terminarla en el
baño mientras su tía Angélica esperaba impaciente para lo del rosario. El estómago
un poco flojo otra vez y hacia las siete y media de la noche.
No se le ocurrió preguntarse cómo habría sido todo un viaje dialogando feliz y
tímido con Salvador Escalante, en compañía de Salvador Escalante.
Cuando el señor de enfrente se le antojó cambiar de sitio y se instaló en el asiento
donde empezaba a viajar Salvador Escalante, Sevilla aceptó esta repentina invasión
de las cosas de la vida como años antes, al desbarrancarse el automóvil del ídolo
escolar, había aceptado la repentina invasión de la muerte. Lo único distinto a su
habitual, tranquila tristeza fue una especie de angustiosa sensación, sintió por un
instante como si estuviera haciéndole adiós a un pasado cálido y emocionante. Todo
esto había sido cosa de minutos, todo había ocurrido mientras el avión se aprestaba a
despegar y una aeromoza les daba las instrucciones de siempre y les deseaba feliz
viaje con un tono de voz digno de Salvador Escalante. Por fin estaba en el avión, por
fin había terminado toda la alharaca del vuelo inaugural y el champán y los viajeros
invitados, allí en el gran hall del aeropuerto, más lo del ganador del sorteo, Sevilla
fotografiado mil veces arrinconándose horrible. Cucho Santisteban se dirigía a su
automóvil con las mejillas adoloridas de tanta sonrisa a diestra y siniestra, y una
aeromoza cerró la puerta del avión. Sevilla se santiguó dispuesto a rezarle a San
Cristóbal, patrón de los automovilistas, a falta de un santo que se ocupara de la gente
que vuela (tía Angélica había buscado aunque sea un beato que se ocupara de este
moderno tipo de viajeros, pero en su gastado santoral no figuraba ninguno y no hubo
más remedio que recurrir a San Cristóbal, haciendo extensivas sus funciones a las
grandes alturas azules y a las nubes). Y en ésas andaba Sevilla, medio escondiendo el
medallón de San Cristóbal del pecador que tenía sentado a su derecha (llevaba un
ejemplar de Playboy para entretenerse), cuando captó que el asiento de su izquierda
estaba vacío y que, además, los asientos se parecían en lo del espaldar alto con su
cojincito para apoyar la cabeza, a los del ómnibus interprovincial en el cual años atrás
había viajado a Huancayo con Salvador Escalante. De golpe Sevilla se sintió bien,
muy bien, y si no sonrió de alegría, mostrando en su mandíbula saliente el tablero
saliente que eran sus dientes inferiores, fue por miedo a que el pecador de la derecha
lo creyera loco o se metiera con él. El asiento de su izquierda estaba vacío y, aunque
sintió una brusca timidez, fue una sorpresa muy agradable que Salvador Escalante le
dirigiera la palabra, siendo tan mayor, sobre todo: «Toma un chicle, le dijo; es muy
bueno para la altura porque impide que se te tapen los oídos. La subida a Huancayo
es muy brusca. ¿Cómo te llamas?…». Pero un señor que ocupaba el asiento de
enfrente decidió cambiarse y se le instaló a su izquierda, justo allí donde estaba su
conversación. Sevilla se dio cuenta entonces de que se le había caído el San
Cristóbal, pero se demoró un ratito en agacharse a recogerlo porque empezó a sentir
la angustiosa sensación de estarle haciendo adiós a un viejo ómnibus que subía, curva
tras curva, rumbo a Huancayo.
En el aeropuerto de Madrid, además de los periodistas y sus flashs, lo recibió un
Cucho Santisteban español y también lo felicitó un gerente muy elegante y con algo
de águila en la cara, bastante parecido al señor tan raro que lo había atendido en
forma por demás extraña en Lima, tan parecido que Sevilla se quedó un poco
pensativo al verlo marcharse rapidísimo. Pero no había tiempo para pensar, no había
un minuto que perder, y para eso estaba allí esta nueva versión de Cucho Santisteban.
Por lo pronto presentarle a Sevilla a los otros ganadores del sorteo que habían venido
en el mismo vuelo. Uno había subido cuando el avión hizo escala en Quito y se
llamaba Murcia (23 años), y el venezolano, un tal Segovia (25 años), había subido en
la escala en Caracas. Los otros dos ganadores ya estaban en el hotel, esperándolos. Al
hotel, pues, en el microbús que la Compañía había puesto a su disposición. En el
trayecto el Public Relations español les fue explicando quiénes eran los otros dos
ganadores. Un norteamericano de sesenta y tres años, mister Alford, de San
Francisco, y un muchacho japonés, un tal Achikawa, que todo parecía encontrarlo
comiquísimo. Claro que en el caso de ellos, habían ganado un sorteo establecido
sobre otras bases ya que a nadie se le iba a ocurrir encontrar de apellido el nombre de
una ciudad española, en Tokio sobre todo. Pero también habían llegado a Madrid en
un vuelo inaugural de la flamante compañía.
No bien entraron al hotel, Achikawa estalló en una extraña, nerviosa carcajada,
pero Sevilla no logró verlo de inmediato porque un flash lo cegó súbitamente. Pensó
que eran los periodistas otra vez, era Achikawa y fue Achikawa tres veces más
mientras Sevilla seguía al Cucho Santisteban español rumbo a la recepción, lugar al
cual llegó completamente ciego y sin lograr ver al culpable de su estado. Sólo oía sus
carcajadas. Eran carcajadas breves, muy breves, y fijándose bien, tenían algo de
llanto. Por fin Sevilla pudo llenar los papeles de reglamento y enterarse, por la tarjeta
que le dieron, que estaba en el «Hotel Residencia Capítol», en la avenida José
Antonio número 41, y que le tocaba la habitación 710. Lo último que vio escrito, en
la parte inferior de la tarjeta, fue una inscripción que decía «CIERRE LA PUERTA AL SALIR
PULSANDO EL BOTÓN DEL POMO», qué diablos era el «pomo», pero justo en ese instante
vio que un botones iba a coger su maleta y sintió terror por lo de las sábanas. Hasta el
ascensor llegó a tientas porque el japonés lo volvió a fotografiar, quiso hacer lo
mismo con el venezolano y con el ecuatoriano pero ambos lo mandaron cortésmente
a la mierda y se metieron también al ascensor donde, entre miradas y breves frases,
dejaron establecido que formaban un dúo capaz de llevarse muy bien y que a Sevilla,
con su cara de cojudo, no le quedaba más que juntarse con los otros.
Todo esto se confirmó en la cena. La cena en realidad fue rápida porque los cinco
ganadores del concurso tenían que estar cansados del viaje y era preciso acostarse
temprano. «Mañana, les anunció el Cucho Santisteban español, empezamos con
nuestros itinerarios madrileños, que durarán tres días. Empezamos con el itinerario
artístico que comprende la visita del Palacio Real y, a continuación, la visita del
Museo del Prado. Empezaremos a las once de la mañana y terminaremos hacia las
seis de la tarde». Murcia y Segovia pusieron cara de aburrimiento y Sevilla no supo
dónde meterse. En cuanto a Mister Alford, lo único que dijo (en inglés, siempre)
durante toda la comida fue que quería más cerveza. Achikawa lo fotografío tres
veces, la cuarta fotografía se quedó en «mira el pajarito» porque un gesto de Mister
Alford dejó definitivamente establecido que odiaba a muerte a los japoneses.
Achikawa soltó una brevísima carcajada, tembló íntegro y prácticamente se metió la
máquina al culo. Al final allí el único sonriente era Relaciones Públicas que no
cesaba de darles instrucciones, de traducirlas inmediatamente al inglés para
Achikawa, que por suerte hablaba muy bien este idioma, y para Mister Alford.
Sevilla pudo comprobar que del inglés que le habían enseñado en el Santa María casi
no le quedaba una palabra. Al terminar la comida, a la cual sólo la perenne sonrisa
del nuevo Santisteban daba alguna unidad, quedó muy claramente establecido que el
grupo de cinco se había dividido ya por lo menos en dos subgrupos: el de Murcia y
Segovia, a quienes los otros tres les importaban tan poco como el itinerario artístico,
y el de Mister Alford quien, llevado por su pearlharboriano odio a Achikawa y su
desinterés e ignorancia por todo lo que ocurría al sur del Río Grande se mantuvo fiel
a su fiel compañera, la cerveza.
El tercer subgrupo se veía venir, A pesar de la incomunicación casi total al nivel
del lenguaje, Sevilla parecía ser el único capaz de soportar el asedio fotográfico del
nipón y ya una vez durante la cena le había mostrado el tablerito saliente en la
mandíbula saliente, que era su sonrisa. Claro que Achikawa nunca llegaría a saber las
terribles repercusiones que, entre otras cosas, su bien intencionado aunque implacable
flash acabaría por tener en el estómago de Sevilla. El domingo, por ejemplo, cuando
la visita a la iglesia de Santo Tomé en Toledo concluyó en el instante en que
empezaba la misa con Sevilla sin misa aún, la aplicación casi sostenida del flash
delante de la fachada fue realmente inoportuna. Sevilla volvió a ensuciarse, pero
Achikawa ignoró por completo que algo semejante había ocurrido y en parte por su
culpa, además.
También esa primera noche ignoró que Sevilla, luego de ir dos veces al baño, se
había acostado pensando en él. Cambió sus sábanas, escondió en el armario las del
hotel, rezó, recordó a su tía Angélica y se metió a la cama pensando en Achikawa.
Murcia y Segovia habían hablado de putas, el señor Alford bebía en exceso, el
encargado español del grupo mucha sonrisa pero a él lo había pisado y no le había
pedido disculpas, lo amedrentaba, lo amedrentaba… Achikawa era el que más daño
podía causarle con esos súbitos e inmotivados ataques de risa, entre flashs y
carcajadas prácticamente lo embestía, pero algo de bondad había en esas embestidas,
algo para lo cual no encontraba la palabra o es que aún no sabía lo que era…
Achikawa es peligroso. Es japonés… Y entonces Sevilla recordó las películas de
guerra que había visto: siempre los japoneses eran malos y traidores y en plena selva
tupida te clavaban un cuchillo por la espalda al pobre actor secundario que se había
quedado rezagado unos metros, al íntimo amigo de Erroll Flinn, John Wayne,
Montgomery Cliff, Burt Lancaster, Dana Andrew… al pobre Alian Ladd que había
dejado a Verónica Lake en Michigan…
Esa noche se durmió por primera vez en su vida a las tres de la mañana,
ignorando que era un buen fruto de todo un cine norteamericano e ignorando también
que algo en las breves y dramáticas carcajadas de Achikawa le habían abierto el
camino de una solitaria, inútil y, en su caso, totalmente innecesaria rebelión. Todo
quedaba aún en una especie de simpática tiniebla que tampoco el sueño que tuvo esa
madrugada logró aclarar. En una playa desconocida estaban Achikawa, él y Salvador
Escalante. Una muchacha para Salvador Escalante apareció en la playa (una playa
que Sevilla murió sin saber cuál era), y casi lo echa a perder todo porque Sevilla fue
el primero en divisarla, a lo lejos, y quiso señalársela a Salvador Escalante pero
Achikawa se le interpuso. No pudo verla y la muchacha se esfumó, dejándolos a los
tres echados tranquilamente en la arena. Achikawa se metió al mar y Sevilla siguió
conversando con su amigo horas y horas. «Mira, —le dijo Salvador Escalante,
señalando a Achikawa que por fin regresaba hacia donde estaban ellos—. ¿Te has
fijado en el cuerpo del japonés?». Se lo estuvo describiendo mientras el otro se
acercaba lentamente. Después continuaron conversa y conversa y había mucha paz en
esa playa bordeada de árboles frondosos que anunciaban una selva tupida.
Estaba despierto cuando llamaron a despertarlo y rápidamente procedió al cambio
de sábanas. Luego se vistió y tomó el desayuno que le trajeron a la habitación. Estaba
terminando cuando apareció Achikawa con su cámara fotográfica. Se mató de risa al
verlo sentadito desayunando, quizá por lo de la servilleta incrustada como babero en
el cuello de la camisa. Lo cierto es que también Sevilla le respondió con alegría, se le
asomó el tablerito dental en la mandíbula saliente al ver a Achikawa saliendo del
mar… «Vaya con el japonés para chato y chueco. Tiene las rodillas a la altura de los
tobillos y los muslos a la altura de las rodillas, el torso es desproporcionadamente
grande y ni hablar de la cabezota cuadrada que lo corona todo. De la cintura para
arriba parece enorme y sin embargo el resultado es chiquitito…».
En el hall del hotel esperaba el Cucho Santisteban. Sevilla y Achikawa fueron los
primeros en bajar. Murcia y Segovia se hicieron esperar sus buenos minutos, pero el
más tardón de todos fue mister Alford quien, en vez de aparecer en el ascensor, entró
por la puerta principal diciendo que tenía el reloj un poco atrasado y que había estado
en la cafetería de la esquina. Olía a cerveza, cosa que Sevilla encontró deplorable en
un invitado, y que aumentó en algo el mal humor del Jefe de Grupo, mal humor
debido al cambio de funciones, al verse transformado de especialista en relaciones
públicas en una especie de guía turística.
Algo en el clima de esa mañana de finales de octubre sorprendió a Sevilla
mientras se dirigían al microbús. Era algo agradable, casi cómodo y estaba esperando
que influyera beneficiosamente sobre su malestar estomacal, cuando un porrazo de la
nostalgia lo trasladó a las soleadas veredas de Huancayo y a los fríos espacios
serranos donde no cae el sol. Igualito…
La visita al Palacio Real transcurrió apaciblemente y les tomó el resto de la
mañana. Un guía les habló de la magnificencia de sus pinturas y de sus tapices y de
sus cerámicas y etcétera, etcétera, traduciendo al inglés y todo, pero se estrelló contra
la silenciosa y absoluta indiferencia de Segovia y Murcia, y contra la tardía e
inesperada obstinación de Mister Alford, quien declaró con una solemnidad
interrumpida por un cervecero eructo, que no estaba dispuesto a abandonar el palacio
hasta que no le mostraran las habitaciones privadas de los reyes. Se puso insoportable
el gringo, gritó que había trampa en la visita, a Achikawa le dijo son of a bitch porque
soltó tres carcajadas al hilo, y sólo los argumentos muy sabios del Jefe de Grupo
(argumentos en los que cada tres palabras dos eran «cerveza»), lograron convencerlo
de que las visitas a esas habitaciones estaban realmente prohibidas y que ya era hora
de marcharse. Sevilla se había mantenido pegadito al guía para no perder un solo
detalle de la cultura de ese señor, hasta que el sol que penetraba por un gran ventanal
le produjo por segunda vez un efecto de lo más extraño. Calentaba igualito al de
Huancayo y, por más que hizo por concentrarse en las palabras que iba diciendo el
guía, desde ese momento las cerámicas y las alfombras, sobre todo, por ratitos
pertenecían al Palacio Real y por ratitos él las estaba viendo expuestas sobre la
vereda en la Feria Dominical de Huancayo. Lo peor fue cuando vio una vasija de
barro un instante en un espejo pero era el enorme florero de porcelana sobre esa
consola, en la pared de enfrente. Por suerte el estómago no lo había fastidiado.
El almuerzo sí que le cayó pésimo y, cuando les obsequiaron los planos de las tres
plantas del Museo del Prado, lo primero que hizo fue ubicar en cada una de ellas la
redondelita que significaba SERVICIOS, LAVABOS Y W. C. Public Relations les dijo que
era imposible verlo todo en una tarde, que cada uno podía visitar las salas que
deseara, pero que él les recomendaba ver sobre todo los cuadros de los pintores
españoles más famosos. Les mencionó al Greco, a Velázquez, a Murillo y a Goya,
pero Mister Alford ya había terminado con la sala número I y se perdió en busca de la
cafetería. Murcia le dijo a Segovia que Rubens pintaba mujeres desnudas y se fueron
a escondidas en busca de Rubens. Sevilla se fue en busca del Greco, Velázquez,
Murillo y Goya, seguido por Achikawa muerto de risa con las fotos que acababa de
entregarle. Eran las del almuerzo (la cámara de Achikawa era una de esas que te
entrega la foto un ratito después), y a Sevilla le cayeron pésimo, ni más ni menos que
si volviera a empezar con toda esa comilona típica, con todo ese aceite y tardísimo
además.
Aún había sol y se filtraba por algunas ventanas, al extremo de que Sevilla se
repitió tres veces en voz baja que en Huancayo no había visitado ningún museo. Pero
otra realidad menos confusa y mucho más urgente lo instaló angustiado en plena
pinacoteca y nada menos que en la sala XI (El Greco), es decir lejísimos de la sala
XXXIX, al lado de la cual se hallaba la redondelita que significaba SERVICIOS,
LAVABOS Y W. C. Allí estuvo debatiéndose entre su devota admiración por el Cristo
abrazado a la Cruz («Obsérvese la expresión del rostro de Jesús y lo ingrávido de la
cruz que apenas sostienen unas delicadas manos», le dijo casi al oído un guardián que
se le acercó de puro amable), y su necesidad de acercase a la sala XXX donde había
más Grecos a la vez que se estaba algo más cerca de la ansiada redondelita. Se
equivocó Sevilla. Miró a su plano y la sala XXX estaba al lado de la XI y de pronto
Achikawa soltó una carcajada porque descubrió que, retrocediendo un poco, se
llegaba a la sala X donde había más Grecos todavía. Sevilla se sintió perdido, miraba
un cuadro y miraba a su compañero y miraba al plano y calculaba cuánto tiempo más
podría aguantar. Muy poco a juzgar por lo que sentía, dolores, retortijones, acuosos
derrumbes interiores. Con lágrimas en los ojos se detuvo ante La Sagrada Familia, El
Salvador, La Santa Faz (sala XI), y ante La Crucifixión, El Bautismo de Cristo y San
Francisco de Asís (sala XXX). Fue entonces que Achikawa lo notó tan conmovido,
tan profundamente emocionado de encontrarse frente a tanto lienzo católico, que
soltó una carcajada feliz al descubrir que un poquito más atrás había otra sala con
más cuadros del mismo pintor. Prácticamente lo arrastró hasta la sala X, donde
Sevilla lloró y emitió toda clase de extraños sonidos ante San Antonio de Padua y San
Benito y ante El capitán Julián Romero como San Luis Rey de Francia.
La carcajada que soltó Achikawa al ver que la desaforada carrera de Sevilla por
todo el museo había concluido en el baño, le impidió escuchar hasta qué punto
andaba mal del estómago su amigo peruano. Sevilla reapareció minutos después con
el rostro demacrado pero con las mejillas secas. Empleó un tono de voz convaleciente
al silabearle Ve-láz-quez, a su compañero, y con un dedo tembleque le señaló las
salas XII, XIII, XIV, XIV-A y XV. Nuevamente había que alejarse bastante de la
redondelita.
Pero a Velázquez pudo verlo tranquilamente, sala por sala, cuadro por cuadro.
Sólo el asunto de Las Meninas resultó un poco desagradable e incómodo. Él querría
apreciar el cuadro y había adoptado una postura casi reverente, las manos recogidas
sobre el vientre como un sacerdote que se acerca al púlpito con sus evangelios.
También quería comprender la exacta utilidad del espejo colocado al otro extremo de
la sala, pero Achikawa parece que ya empezaba a cansarse de tanto arte occidental y
lo arrastró hasta el espejo para que viera la cantidad de morisquetas que era capaz de
hacer por segundo. «Ahora te toca a ti», le dijo con señas el japonés, con algo que
tenía su poco de sordomudesca comunicación. Sevilla accedió, accedió por temor a
que el asunto tomara mayores proporciones y sonrió. Ver en el espejo el tablerito
dental en la mandíbula saliente le encantó al de Tokio. Soltó una extraña mezcla de
carcajada y llanto que atrajo a un guardián de por ahí y que dejó a Sevilla un poco
pensativo. El guardián les puso mala cara y Sevilla, abandonando su preocupación
acerca de la utilidad del espejo, le señaló a Achikawa en el plano de la planta baja, la
sala LXI, «Mu-ri-llo», le silabeó, contando para sus adentros uno, dos, tres, cuatro…
Estaba a cinco salas de la redondelita. La historia volvió a repetirse. A dos salas de
distancia tuvo que salir disparado rumbo al baño, pero esta vez Achikawa no lo
siguió. Achikawa se quedó haciendo unos movimientos tan raros con la cabeza, algo
así como unos «no» rotundos, rapidísimos e inclinados a la izquierda, que el guardián
estuvo a punto de apretar un botón de alarma.
Con lo de Goya las cosas empeoraron notablemente, Sevilla, recién salido del
baño, estudio y comprobó, no sin cierta satisfacción, que los cuadros del pintor
«sordo y atormentado»; como decía en su guía, se hallaban en la planta baja. Lo de la
satisfacción provenía de que, habiendo visto los cuadros de Goya, habrían cumplido
con lo que el Jefe de Grupo les indicó, sin necesidad de subir para nada a la planta
alta donde, según el plano, no había redondelita por ninguna parte. Con el estómago
momentáneamente tranquilo, lo más sensato era empezar por la sala más alejada del
baño e ir acercándose poco a poco a la redondelita. A Achikawa lo encontró en una
sala en que había tres guardianes, contemplando tranquilamente un cuadro llamado
La Sagrada Familia del Pajarito. Con un dedo tembleque le señaló la sala LVI-A.
«Pinturas negras», decía entre paréntesis, y Sevilla buscó en su guía y pudo leer
mientras llegaban eso del «Sueño de la razón produce monstruos». La frase lo asustó,
lo desconcertó, le corrió subterráneamente por el cuerpo, y cuando llegaron a la sala
sintió que había cometido un lamentable error. Achikawa se puso nerviosísimo, sus
carcajadas ante cada cuadro se repetían y cada vez más un elemento de llanto se
mezclaba en ellas, la gente protestaba, la falta de respeto del japonés, la insolencia,
joven, dígale usted a su amigo que a ver si se calla. Un guardián intervino pero sólo
sirvió para que Achikawa se riera más todavía, no lograba contenerse, Sevilla hundía
la quijada en el pecho, se moría de vergüenza, «ssshii, ssshii», le hizo a su
compañero, pero éste nada de callarse y lo del estómago. No era posible irse dejando
a Achikawa en tal estado de disfuerzo, además lo de Achikawa parecía ser tan sólo
disfuerzo… Qué hacía… Sevilla no pudo contenerse: estaba buscando el camino más
corto hasta la redondelita cuando sintió que empezaba a escapársele caca
incontrolablemente.
Por suerte lo de Achikawa se limitó a esa sala y nadie más se enteró de lo
ocurrido. Eran ya casi las seis y el señor de la Compañía les había dado cita a las seis.
Cuando llegaron a la puerta Murcia y Segovia tenían cara de haber estado esperando
hace mil horas. El Cucho Santisteban apareció y les recalcó una y mil veces lo
importante de la visita que acababan de realizar. En cuanto a Mister Alford, nunca se
sabrá en qué cafetería anduvo metido, lo cierto es que llegó diciendo que tenía el reloj
atrasado y con un fuerte tufo a cerveza.
—Bien —dijo el Jefe de Grupo—, ahora al hotel a descansar un poco, y a las diez
en punto cita en el hall principal para ir a cenar. Para esta noche se les ha preparado
cocina típica filipina.
—Yo no podré —se descubrió diciendo Sevilla. Se armó de mayor coraje y
agregó tímidamente—: Tengo diarrea…
—De eso no se muere nadie, mi querido amigo. Usted lo que necesita es una
buena cena filipina, luego una buena taza de té, y mañana como nuevo.
En el microbús, rumbo al hotel, el silencio fue absoluto. El Jefe de Grupo abrió la
ventana por lo del tufo de Mister Alford y Mister Alford abrió la ventana porque este
vehículo huele a mierda.
Nada pudo la taza de té contra la comida filipina y, al día siguiente, Sevilla estaba
peor aún. De todo lo de anoche, y de todo lo que en los días sucesivos le iría
ocurriendo, Achikawa iba entregándole un fiel testimonio: las mil y una fotografías
instantáneamente reveladas. Anoche le había aplicado el flash hasta el cansancio,
hasta se le había metido en la habitación para fotografiarlo sentado sobre la cama,
retardando así el oculto cambio de sábanas y el oculto lavado del calzoncillo que no
se había atrevido a dejar para que lo lavasen en el hotel. Y hoy día tocaba la visita
panorámica a la ciudad. Partieron en el microbús a eso de las once (Mister Alford
llegó de la calle diciendo que tenía el reloj atrasado y apestando a cerveza). Achikawa
fotografió a Sevilla en la plaza de la Moncloa, en el Arco del Triunfo, en la Ciudad
Universitaria, en el Parque del Oeste, en el Paseo de Rosales, en la Plaza de Oriente
(delante del edificio del Palacio y del Teatro Real), tres veces durante el almuerzo (en
una de ellas aparecía Sevilla de espaldas, corriendo hacia el baño). Por la tarde lo
fotografió en la Puerta de Toledo, en la Plaza de Atocha, en el Paseo del Prado, en el
Parque del Retiro (frente al Lago, y al pie del monumento a Alfonso XII), en la calle
de O’Donnell, en la Plaza de Toros, en la Avenida del Generalísimo y, por último en
la Plaza de Colón, al pie del monumento al descubridor de América. El paseo terminó
a las mil y quinientas y con el Jefe de Grupo furioso porque ni la mitad de las paradas
estaban previstas. Unas veces fue porque Sevilla necesitaba ir al baño y otras (las
más) porque Mister Alford «tenía sed». En fin, mañana día libre para todos, aventura
personal, podían efectuar sus compras y pasearse tranquilamente por la ciudad.
Mañana sábado la cita era recién a las nueve de la noche por lo del Madrid de noche,
Madrid by night.
Como en los días anteriores, Sevilla ya estaba despierto cuando llamaron a
despertarlo, ya había efectuado el rápido cambio de sábanas. Acababa de esconderlas
cuando le trajeron el desayuno y se lo dejaron en la mesa aquélla, al pie de la ventana.
La altura de su habitación le impedía ver las calles y casas, abajo, sin asomarse, pero
en cambio la ausencia de grandes edificios por ese lado del hotel permitía que un
agradable sol otoñal iluminara un buen sector de la amplia habitación. De todo lo que
había en el azafate Sevilla tomó tan sólo la taza de té y, mientras lo hacía, decidió que
a la una tomaría otra taza de té en la cafetería de la esquina, luego escribirle una carta
a la tía, y en seguida darse un paseo solo hasta el Museo del Prado para comprar unas
postales del Greco que ayer le fue imposible comprar por la forma en que sucedieron
las cosas. Hacia las cuatro o cinco estaría de regreso en el hotel para descansar un
buen rato antes de lo de la noche. Terminada la taza de té, se incorporó y fue al baño
para afeitarse. Definitivamente se sentía mucho mejor al pie de la ventana que en el
baño, tal vez porque hasta allí no llegaba el sol, no lo sabía muy bien, pero algo como
un imán lo atrajo de nuevo hacia la mesa del desayuno. Volvió a sentarse como si
fuera a desayunar y la verdad es que allí se sentía muchísimo mejor. Le costó trabajo
abandonar las cercanías de la ventana cuando vino la persona encargada de arreglar la
habitación.
El día transcurrió más o menos como lo había planeado, con excepción de la
diarrea que, a pesar de té y nada más, continuó atormentándolo, y del incidente de la
Plaza de Callao, donde un automóvil dio una curva sobre un charco de agua y le
empapó zapatos, medias y pantalón, las tres cosas pertenecientes a la indumentaria
prevista para la noche. Es decir, los mejores zapatos, las mejores medias y el pantalón
del mejor terno. No hubo pues reposo previo al Madrid by night sino un estar frota
que frota en la habitación para que sus cosas estuvieran listas a las nueve de la noche.
Pudo haberse tomado mucho más tiempo porque Mister Alford llegó
tambaleándose ligeramente a eso de las diez, diciendo como siempre que tenía el
reloj un poco atrasado. Murcia y Segovia furiosos porque para ellos éste prometía ser
el mejor de todos los programas, había cabaret en perspectiva. Nuevamente
convertido en guía muy a pesar suyo, el Jefe de Grupo los llevó hasta el corazón del
Madrid del siglo XVI. El itinerario continuó con la visita de un local de cante y baile
flamenco y con una comilona que a Sevilla le anuló cualquier buen efecto logrado en
todo un día a punto de té y nada más. Por fin aterrizaron en un cabaret. Hubo niñas
en plumas a granel, para Murcia y Segovia, cerveza en cantidades para Mister Alford
y las carcajadas verdaderamente exasperantes de Achikawa. Sevilla soportó todo el
espectáculo pensando que mañana Dios no lo olvidaría y que en alguna de las iglesias
que iban a visitar en Toledo habría misa y confesión. Por ahí andaba su mente cuando
de pronto se dio cuenta de que alguien lo había cogido del brazo, era Mister Alford, y
que de todas las mesas lo aplaudían entre risas y exclamaciones. Recién entonces
captó que minutos atrás un hombre con un monito en guardapolvo y con una especie
de media bicicleta habían aparecido en el escenario. Eran de lo más divertidos y hasta
Murcia y Segovia parecían haber olvidado momentáneamente a las calatayús. El
hombre se montó sobre la cuerda con sus pedales y su asientito encima y estuvo
dando vueltas y vueltas y haciendo de pronto como que se caía, se cae, no se caía.
Luego el monito se trepó hasta llegar al asiento y fue la misma cosa, vueltas y vueltas
y nada de caerse. Después todo sucedió muy rápido, el hombre pidiendo un
voluntario de entre el público, Sevilla pensando en los horarios de las misas en
Toledo, y Mister Alford levantándole el brazo. Del resto se encargaron Murcia y
Segovia, vamos, vamos, hombre, también el Cucho Santisteban hispánico, a
divertirse, amigo, claro que lo de gilipollas no lo podía decir. La carcajada de
Achikawa brillo por su ausencia.
Pero no la del público. Sevilla subió al escenario con el misal invisible entre las
manos recogidas sobre el vientre. En el último escalón se tropezó y ahí hubo
inmediatamente una carcajada. Otra cuando trató de hablar ante el micro y no le
salieron las palabras. «Cuéntemelo a mí, le dijo el animador, después yo se lo cuento
al respetable». Se agachó para pegarle el oído a la boca: «Cuéntemelo a mí». Sevilla
logró hablar y salió todo lo del sorteo y lo de la flamante Compañía de Aviación,
aplausos y aplausos del público, y ahora había llegado el momento de hacer lo que
hasta un mono puede hacer. Murcia, Segovia y el Cucho Santisteban intercambiaron
coincidentes y sinceras opiniones sobre Sevilla, Mister Alford como si nada,
sonriente pero mirando a su cerveza, y Achikawa de pronto igualito que ayer frente a
las pinturas negras de Goya. Por fin a la tercera caída de Sevilla, público y animador
se dieron por vencidos, sobre todo este último que pensó que el mono se le había
cagado en plena función, pero no, era el peruano.
No quedó testimonio fotográfico de este asunto. Achikawa se abstuvo por
completo de tomar fotografías, y no bien llegaron al hotel subió y se encerró en su
cuarto. Murcia y Segovia, siguiendo algunas indicaciones secretas del Jefe de Grupo,
se fueron en busca de lo que habían estado buscando desde que llegaron a Madrid, y
Mister Alford se tambaleó hasta el ascensor y luego por los corredores que llevaban a
su habitación. Sevilla fue el último en subir porque tuvo una nueva urgencia. Minutos
más tarde una voz lo llamó cuando se dirigía por fin a dormir. Mister Alford se había
olvidado de cerrar su puerta, Sevilla, lo volvió a llamar.
Estaba sentado en uno de los sillones junto a la mesa del desayuno, y a su lado
tenía una caja llena de botellas de cerveza. Sevilla pensó que eran más de las dos de
la mañana y que la cita para lo de Toledo era a las diez en punto. Recordó la palabra
en inglés que necesitaba sleep, pero el gringo nada de dormir y lo obligó a tomar
asiento frente a él. Una hora más tarde de la misma canción seguía sonando en la
grabadora de Mister Alford y ya no quedaba la menor duda de que era la única que
había en la cinta…
I lost my heart in San Francisco
… En San Francisco había perdido también a su esposa, a sus padres (hacía
Veintisiete años), y a sus hijos que eran unos hijos de puta que lo habían mandado a
la mierda diciendo que Lindon B. Johnson era un farsante y que se largaban a hacer el
amor y no la guerra y que no había nada más falso y caduco en el mundo entero que
su escala de valores… Había perdido a su esposa y hacía veintisiete años a sus padres
y lo que ambos necesitaban ahora era otra cerveza y a
Sevilla se lo iba acercando cada vez más (había cogido el sillón de Sevilla por el
brazo y se lo iba acercando, haciéndolo girar poco a poco alrededor de la mesa). A las
cinco de la mañana lloraba que daba pena y a las siete continuaba profundamente
dormido sobre el hombro de Sevilla que, aparte de Lindon B. Johnson, Vietnam y
alguna que otra palabra como mother y wife, no había entendido ni jota de la historia
que Mister Alford le repitió mil veces mientras sonaba lo de…
I lost my heart in San Francisco
Lo estaban llamando para despertarlo cuando entró a su habitación y luego,
minutos más tarde, el encargado del desayuno tocó y entró en el momento en que
Sevilla se dirigía al armario a esconder una de sus sábanas. La dobló, la arrugó como
pudo, se introdujo un trozo en el cuello de la camisa y se sentó a desayunar con la
enorme servilleta colgándole hasta los pies. Era un hotel de primera o sea que el
mozo se limitó a mirar hacia la cama, y a dejarle el azafate con la taza, la tetera, las
tostadas, la mermelada y la mantequilla. La servilleta la colocó al borde de la mesa y
se marchó.
Ese día Sevilla no se afeitó. No tuvo ni tiempo ni fuerzas. Estuvo en el baño
frente al espejo pero no había dormido en toda la noche y en su agotamiento sentía
que el lugar ese, al pie de la ventana, lo atraía realmente con la fuerza de un imán.
Volvió a su sillón, dejó que el sol que también hoy se filtraba por entre los visillos lo
relajara, y esperó que fueran las diez de la mañana para bajar al hall. Esperó
pensando que en Toledo también el sol tendría un benéfico efecto sobre su persona.
No fue así. Es decir, no fue así y fue así porque allá en Toledo el sol calentaba
casi como en Huancayo y en los lugares sombreados el frío era penetrante y serrano.
Sevilla, agotado por la noche en blanco, aterrorizado por lo de la sábana y con la
sensación de que en cualquier momento iba a necesitar un baño, se dejaba empujar
hacia una realidad que le era menos dañina y, aparte de lo de la misa que continuaba
siendo una preocupación toledana, se entregó por completo a los efectos de este sol y
sombra, dejándose arrastrar por los lisos corredores de su memoria hasta llegar a un
pasado mejor. Sin embargo el bienestar no era tan grande como aquel que
experimentaba sentado al pie de su ventana, en ninguna parte se estaba como en aquel
sillón al pie de su ventana… No, no: lo de Toledo no era lo mismo, era tan sólo una
confusión por momentos agradable de lugares y épocas entre las cuales él navegaba
casi a la deriva. En una tienda en que vendían objetos de acero, por ejemplo, compró
tres cosas: el puñalito-cortaplumas que le había encargado su exprofesor del Santa
María, un crucifijo para su tía Angélica y un segundo puñalito para Salvador
Escalante. Y hubo otro momento en que pensó en lo sola que se había quedado su
pobre tía, pero la visión de sus tías Matilde y Angélica, rezando el rosario juntas, lo
consoló inmediatamente.
Pero también había sucedido ya lo de la misa. En la catedral, por más joya gótica
que fuera, nadie estaba celebrando misa. A Santa María la Blanca llegaron en plena
comunión, demasiado tarde, pues. La única esperanza era la iglesia de Santo Tomé,
pero la visita se limitó a estar un rato contemplando el cuadro del Entierro del Conde
de Orgaz y terminó en el instante en que Sevilla vio que un sacerdote seguido por dos
acólitos se aprestaba a dar comienzo al santo sacrificio. Se arrodilló, pero el Cucho
Santiesteban hispánico lo tomó del brazo y le dijo que aún faltaba visitar esta mañana
la Casa y Museo del Greco y que tenían mesa reservada para una hora fija en un
restaurante. Sevilla insistió agarrándose bien del reclinatorio, pero entre la simpatía
del Jefe de Grupo y la fatiga de Murcia y Segovia, que anoche habían encontrado lo
que siempre habían buscado, lo sacaron prácticamente arrodillado en el aire hasta el
atrio. «Una vez al año no hace daño», fue la explicación que le dieron allí afuera,
cuando intentó una protesta, mientras Achikawa y su cámara fotográfica iban dejando
gráfico testimonio de lo que allí ocurría, de una cara impregnada a fondo de
retortijones, primero, de una cara que se aliviaba preocupada, instantes después. En el
hotel iban a pensar que nunca se cambiaba de calzoncillo pero éste tampoco se
atrevía a darlo a lavar, nuevamente sería él quien se encargaría de hacerlo a
escondidas.
La comida del mesón no hizo más que empeorar las cosas. El Cucho Santiesteban
español se animó porque uno de los platos era su plato favorito y estuvo habla que
habla con Murcia y Segovia, traduciéndoles de vez en cuando a Achikawa y a Mister
Alford con su cerveza, lo de mañana sí que sería cosa seria, ya iban a ver lo que era el
lechón asado del «Mesón Cándido» en Segovia, ya iban a ver lo que era el cocido de
los lunes en «Casa Anselmo», allí cenarían de regreso a Madrid. Los efectos del
futuro revelado fueron fatales para el presente cada vez más insoportable de Sevilla.
Darle té y unas pastillas fue la única respuesta a sus quejas. Nadie le hacía caso, nadie
le daba importancia, estaba tan feo, tan demacrado, se le habían caído tantos pelos
sobre tantos manteles que en el grupo ya nadie lo consideraba parte del grupo. Los
seguía horrible, en eso se había convertido su viaje a España.
Los seguía sin que nadie supiera que, hacia las cuatro de la tarde, su único deseo
en este mundo era regresar al hotel y sentarse en el sillón al pie de la ventana. Pero
tuvo todavía que soportar la visita de «un impresionante monumento judío» según les
dijo el Jefe de Grupo. Había faltado a misa por primera vez en su vida, y los
remordimientos que sintió mientras visitaba la Sinagoga del Tránsito crecieron
sofocándolo como si de golpe su culpa lo hubiese acercado a las fronteras del
infierno.
Madrid era la ciudad del hotel y de la ventana y tenían horas libres para
descansar, tenía tres horas libres para cambiarse de calzoncillo, lavarlo a escondidas,
y sentarse al pie de su ventana. Sevilla avanzaba por el corredor que llevaba a su
habitación y no lograba explicarse lo que ocurría. Toda una cola de muchachos
delante de su puerta abierta. Algún malentendido, sin duda, pero él así no podía
entrar, no había cómo además porque los que esperaban su turno podían y
definitivamente iban a protestar. Eran norteamericanos y acababan de regresar de una
excursión a Aranjuez y se les había helado los pies allá en los famosos jardines. Lo
cierto es que decidieron meterse a orinar al primer baño que encontraron y la puerta
de esa habitación estaba abierta, y además la habitación parecía desocupada porque la
mujer de la limpieza se estaba llevando las sábanas. En realidad las estaba cambiando
con algún retraso porque su compañera se había enfermado. De puro buena gente dijo
sí, cuando los de la excursión le preguntaron algo en inglés, algo que ella por
supuesto no entendió. Querían saber si podían usar ese baño los norteamericanos, y
allí estaban pues en fila de a uno y Sevilla no tuvo más remedio que ponerse al final,
después de todo también tenía necesidad de ir al baño. Pero las cosas no salieron
como él esperaba. Él creyó que con ponerse al fin de la cola sería el último en entrar a
su habitación, cierro la puerta y ya está. Se equivocó lamentablemente porque
llegaron más excursionistas y se le colocaron detrás, de tal manera que no le quedó
más remedio que entrar, orinar y no cagar, porque si te demorabas había bromas y
protestas, y volver a salir. Permaneció en el corredor hasta que vino la encargada de
la limpieza con las nuevas sábanas y lo encontró paradito ahí, cabizbajo hasta más no
poder. ¿Qué ha ocurrío…? ¿Por qué deja usté que esto sucea, señor…? Cada uno de
esto jóvene tiene su habitació… No tiene el menó derecho de entró a la de usté…
Mientras la mujer, con la mejor voluntad del mundo, armaba un lío a la andaluza, el
último de la cola terminó de orinar y Sevilla pudo entrar a su habitación sin
preguntarse siquiera cómo se había producido el mal entendido.
Y es que ya era demasiado tarde para todo y una sobrehumana fatiga se había
apoderado de él. Trabajo, gran trabajo le costó levantarse de su sillón cuando llegó la
hora de la cita para cenar. Y cuando regresó, no recordaba haber cenado en ninguna
parte ni haber ido al baño dos veces ni haber soportado el flash de Achikawa
incesantemente. Tampoco leyó el papelito que, con tanto cuidado, Achikawa había
hecho traducir al castellano para entregárselo como explicación, como disculpa casi
por su extraña y fatigante conducta. El propietario del restaurant había tenido la
amabilidad de traducirle unas cuantas frases, y al llegar al hotel, él le había entregado
el papelito a Sevilla, pero éste se limitó a ponerlo como una estampa entre las páginas
de su misal y esa noche ni siquiera cambió sus sábanas. Se olvidó de hacerlo, o es que
ya… La atracción de la ventana fue definitiva esta vez. Sevilla se instaló junto a la
mesa del desayuno y ahí pasó toda la noche como si estuviera esperando algo. A
medida que un cierto alivio lo invadía, fue convenciéndose de que en su sillón se
descansaba mejor que en la cama. Podía por lo tanto dejar allí encima el inmenso
crucifijo y los desmesurados puñales toledanos. Recordaba vagamente haberlos
dejado bastante más pequeños cuando salió a cenar, en cambio ahora los mangos de
los puñales reposaban sobre su almohada y las puntas sobresalían por los pies de la
cama. La idea de que sería imposible transportarlos a Lima lo estuvo preocupando
durante un rato, pero con el alivio y las horas esta idea fue disminuyendo hasta
convertirse tan sólo en un problema de exceso de equipaje. Hacia el amanecer era un
asunto que no lo concernía en absoluto.
Lo demás fue cosa de segundos y sucedió a eso de las nueve de la mañana. Su
visión, al asomarse finalmente a la ventana, fue la misma que, meses más tarde,
durante el verano, tuvieron otros dos peruanos, el escritor Bryce Echenique y su
esposa, a quienes, por pura coincidencia, les tocó la misma habitación.
—Mira, Alfredo —dijo Maggie, abriendo la ventana—; esta vista me hace
recordar en algo a la sierra del Perú…
—Parece Huancayo… me hace recordar a algunos barrios de Huancayo…
Achikawa irrumpió en la habitación y empezó a tomar miles de fotos de su amigo
parado de espaldas, delante de la ventana abierta. Estaba a punto de soltar su primera
carcajada del día, pero en ese instante Sevilla se encogió todito y cerró los ojos,
logrando pasar horroroso frente a las tres señoritas de cine. Fue una especie de breve
vuelo, un instante de timorato coraje que, sólo cuando abrió los ojos y descubrió a
Salvador Escalante esperándolo sonriente, se convirtió en el instante más feliz de su
vida.
El alarido de Achikawa se escuchó hasta los bajos del hotel. Minutos más tarde la
habitación estaba repleta de gente que hacía toda clase de conjeturas, cómo podía
haberse caído, qué había estado tratando de hacer. Las cosas se fueron aclarando poco
a poco.
—El señor era muy raro —dijo el encargado del desayuno; ayer lo encontré
cambiando las sábanas…
—No usaba las del hotel —intervino la encargada de la limpieza—; usaba unas
que había traído y que de día escondía en aquel armario…
Momentos más tarde había ya gente de la Policía; también el Cucho Santisteban
había llegado, listo a acompañarlos a Segovia. Achikawa, haciendo unos gestos
rapidísimos con la cabeza, les entregó la última fotografía de Sevilla.
—No cabe la menor duda: se ha suicidado —dijo el administrador del hotel.
A esa prueba se añadió una última. Fue uno de los investigadores el que la
encontró mientras revisaba algunos efectos personales de Sevilla. De su misal cayó el
papelito que le había entregado anoche Achikawa.
—Miren esto, señores —dijo. Y leyó:
Le ruego por favor disculpe mi conducta. Me siento sumamente nervioso. A veces
siento que ya no puedo más.
Achikawa hizo sí, sí, con la cabeza desesperada y pronunció algunas palabras en
japonés.
Claro que es demasiado pronto para hablar de una buena marcha de la Compañía
de Aviación, pero lo menos que se puede decir es que los aviones van y vienen de
distintas ciudades, Madrid y Lima, por ejemplo, y que lo hacen generalmente llenos o
bastantes llenos de pasajeros. Lima fue la plaza en la que no hubo que superar el
mayor número de contratiempos pero ya las cosas desagradables empiezan a caer en
el olvido. No fue precisamente otro conde el que remplazó al conde de la Avenida
pero, entre la gente de la ciudad, el nuevo ejecutivo español, don José Luis de las
Morenas y Sánchez-Heredero, ha caído muy bien. A la gente le encanta su nombre.
Cucho Santisteban espera tan sólo salir del asunto Sevilla para volver a sonreír
ininterrumpidamente, lo malo es que es casi imposible entenderse con la vieja de
mierda ésa.
—Se negaba a escucharnos, don José Luis; no nos dejaba hablar…
—Está más en el otro mundo que en éste —confirma el abogado.
—Bueno —dice el gerente—; habrá que encontrar la manera de hacerle llegar una
indemnización… Pobre vieja; no es nada gracioso tener que quedarse completamente
sola a esa edad.
—Qué se va a hacer —añade Cucho Santisteban—. Tendrá que resignarse…
París, 1971
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