La tela de araña - Julio Ramón Ribeyro - Julio Ramón Ribeyro

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La tela de araña - Julio Ramón Ribeyro

LA TELA DE ARAÑA
JULIO RAMÓN RIBEYRO


      Cuando María quedó sola en el cuarto, una vez que hubo partido Justa, sintió un extraño sentimiento de libertad. Le pareció que el mundo se dilataba, que las cosas se volvían repentinamente bellas y que su mismo pasado, observado desde este ángulo nuevo, era tan solo un mal sueño pasajero. Ya a las diez de la noche, al salir sigilosamente de la casa de su patrona, con su bulto de ropa bajo el brazo, adivinó que un momento de expansión se avecinaba. Luego en el taxi, con Justa a su lado que canturreaba, permaneció muda y absorta, embriagada por la aventura. Pero era solo ahora, al encontrarse en esa habitación perdida, ignorada de todo el mundo, cuando tomó conciencia de su inmensa libertad.

       Ella duraría poco, sin embargo, tal vez dos o tres días, hasta que encontrara un nuevo trabajo. Felipe Santos, su protector, se lo había prometido. Ella no conocía, no obstante, a ese Felipe Santos del cual oyera hablar a Justa, sirvienta de la casa vecina.

       —Esta noche vendrá a verte —había dicho Justa antes de salir—. Este cuarto es de un hermano suyo que es policía y que está de servicio. Aquí estarás tú hasta que te consiga nuevo trabajo.

       —Aquí viviré yo —se dijo María y observó el cuarto que parecía abrazarla con sus paredes blancas. Había una cama, un espejo colgado en la pared, un cajón a manera de velador y una silla. Es cierto que en casa de doña Gertrudis se encontraba más cómoda y tenía hasta armario con percha. Pero, en cambio, aquí carecía de obligaciones. Y esto era ya suficiente.

       —Mañana —pensó— cuando llegue el carro de la basura, doña Gertrudis se dará cuenta que me he escapado —y se deleitó con esta idea, como de una broma que su antigua patrona nunca le perdonaría.

       Abriendo su bolsa, sacó su peine y comenzó a arreglarse el cabello frente al espejo.

       —Es necesario que Felipe Santos me encuentre decente —pensó—. Así dirá que soy capaz de trabajar en buena residencia, con autos y televisión.

       Su rostro redondo como una calabaza apareció ligeramente rosado en el espejo. Era la emoción, sin duda. Un fino bozo le orillaba el labio abultado, aquel labio que el niño Raúl tantas veces se obstinara en besar con los suyos incoloros y secos.

       —Acá el niño Raúl nunca te encontrará —había añadido Justa antes de salir, como si se empeñara en darle el máximo de garantías—. Por ese lado puedes estar segura.

       —¿Y si me encontrara? —se preguntó María e inconscientemente miró la puerta, donde el grueso cerrojo aparecía corrido.

       —Te seguiré donde te vayas —le había jurado él una noche, acorralándola contra el lavadero, como si presintiera que algún día habría de fugarse.

       —El muy desgraciado, con su facha de tísico —pensó María y continuó arreglando su pelo negro y revuelto. Detrás del espejo surgió una araña de largas patas. Dio un ligero paseo por la pared y regresó a su refugio.

       —El niño Raúl era aficionado a las arañas —recordó de inmediato María. Conduciéndola al jardín, la obligaba a sostenerle la escalera, mientras él espiaba las copas de los cipreses. Él mismo siempre le pareció como una especie de araña enorme, con sus largas piernas y su siniestra manera de acecharla desde los rincones. Ya había oído hablar de él en casa del negro Julio, adonde llegara de Nazca con una carta de recomendación. El negro Julio no quería que trabajara.

       —Todavía está muy pichona —decía mirándola compasivamente.

       Pero su mujer, una zamba gorda y revoltosa que había dado doce criaturas al mundo, chillaba:

       —¿Pichona? Yo he trabajado desde los doce años y ella tiene ya dieciséis. Habrá que meterla de sirvienta por algún lado.

       Y así de la noche a la mañana, se encontró trabajando en casa de doña Gertrudis. Fue precisamente el día que ingresó, después del almuerzo, cuando vio al niño Raúl. Ella se encontraba fregando el piso de la cocina, cuando llegó de la calle.

       —Me miró de reojo —pensó María— y ni siquiera me contestó el saludo.

       Bruscamente se distrajo. En la puerta sonaban tres golpes nítidos.

       —¿Será Felipe Santos? —se preguntó y después de mirarse en el espejo, avanzó con sigilo hasta la puerta.

       —¡Soy yo, Justa! —gritó una voz al otro lado—. ¡Me había olvidado de decirte algunas cosas!

       María abrió la puerta y la chola Justa entró contoneando sus caderas escurridas.

       —Me he regresado desde el paradero porque me olvidé de decirte que Felipe tal vez demore un poco. Él tiene que estar hasta tarde en la panadería, de modo que tienes que esperarlo. Dale las gracias y dile además que sabes cocinar. Así es más fácil que te consiga trabajo. Otra cosa: aquí en la esquina hay una pulpería. Si te da hambre, puedes comprar un pan con mortadela. Pero apúrate, que a las once cierra.

       María quedó nuevamente sola. Observó su cabellera en el espejo. El niño Raúl se acercaba a la ventana para verla peinarse.

       —¡Váyase de aquí! —gritaba ella—. ¡Su mamá lo puede ver!

       —¡Qué me importa! Me gusta verte peinar. Tienes un lindo pelo. Deberías hacerte moño.

       Por la noche, cuando ella iba al fondo del jardín a tender la ropa, de nuevo la abordaba.

       —Pero, ¿es que usted no tiene nada que hacer?

       —¡Qué te importa a ti eso!

       —Debería estudiar…

       —¡Quiero estar a tu lado!

       Cuando Justa, a quien conociera una mañana mientras barría la vereda, se enteró de esto, se echó a reír.

       —¡Así son todos, unos vivos! ¡Creen que somos qué cosa! A mí también, en una casa que trabajé, había uno que me perseguía día y noche, hasta que le di su zape. Lo mejor es no hacerles caso. Al fin se aburren y se van con su música a otra parte.

       La araña salió de su refugio y comenzó a recorrer la pared. María la vio aproximarse al techo. Allí se detuvo y comenzó a frotar sus patas, una contra otra, como sorprendida por un mal pensamiento.

       Acercándose a su bolsa, María extrajo alguna ropa y la fue extendiendo sobre la cama. Sus vestidos estaban arrugados y además olían a cosas viejas, a días que ella no quería recordar. Allí estaba esa falda a cuadros que ella misma se cosió y ese saco rosado, obsequio de doña Gertrudis. Cuando se lo ceñía al talle los hombres la miraban por la calle y hasta el chino de la pulpería, que parecía asexuado, la piropeaba. Raúl, por su parte, se aferraba a este detalle para abrumarla de frases ardientes.

       —Te queda mejor que a mis hermanas. Yo te podría regalar muchos como ese.

       —Usted es un sinvergüenza. ¡Métase con sus iguales!

       —¡Lo mejor es no hacerles caso! —recordó María el consejo de Justa. La indiferencia era aún más peligrosa, sin embargo, pues era considerada como un asentamiento tácito. Cada día la cosa empeoraba. A los dos meses, su vida se hizo insoportable.

       —¡Desde las siete de la mañana! —exclamó María, estrujando su ropa entre las manos, como si quisiera ejercer sobre ella una represalia impersonal y tardía.

       En efecto, a las siete de la mañana, hora en que se levantaba para sacar el cubo de basura, el niño Raúl estaba ya de pie. A esa hora doña Gertrudis se encontraba en misa y las hermanas aún dormían. Aprovechando esa momentánea soledad, Raúl intentaba pasar de la palabra a la acción.

       —¡Lo voy a acusar a su mamá! —gritaba ella hundiéndole las uñas. La cocina fría fue escenario de muchos combates. Estos terminaban generalmente cuando una silla derrumbada sobre el piso amenazaba con despertar a las hermanas. Raúl huía como un sátiro vencido, chupándose la sangre de los arañones.

       —¡Caramba! —exclamó Justa al enterarse de estas escenas, con una sorpresa que provenía más de las resistencia de María que de la tenacidad de Raúl—. Esto anda mal. Si sigue así, tendrás que acusarlo a su mamá.

       María sintió un cosquilleo en el estómago. Debían ser ya las once de la noche y la pulpería estaría cerrada. Por un momento decidió salir a la calle y buscar alguna chingana abierta. Pero ese barrio desconocido le inspiraba recelo. Había pasado en el taxi por un bosque, luego por una avenida de altos árboles, después se internó por calles rectas, donde las casas de una abrumadora uniformidad no podían albergar otra cosa que existencias mediocres. El centro de la ciudad no debía encontrarse lejos, pues contra la baja neblina había divisado reflejos de avisos luminosos.

       —Aguardaré hasta mañana —se dijo y bostezando se sentó al borde de la cama. La araña seguía inmóvil junto al techo. Cerca del foco, una mariposa gris revoloteaba en grandes círculos concéntricos. A veces se estrellaba contra el cielo raso con un golpe seco. Parecía beber la luz a grandes borbotones.

       —Sí, no hay más remedio —le había dicho Justa, cuando ella le confió un día que el niño Raúl la había amenazado con entrar a su cuarto por la noche—. Acúsalo a su mamá.

       Doña Gertrudis recibió la noticia sin inmutarse. Parecía acostumbrada a este tipo de quejas.

       —Regresa a tu trabajo. Ya veré yo.

       Algo conversaría con el niño Raúl, pues este permaneció una semana ignorándola por completo.

       —Ni siquiera me miraba —recordó María—. Pasaba por mi lado silbando, como si yo fuera un mueble.

       En la puerta se escucharon unos golpes apresurados. María sintió un sobresalto. ¿Otra vez? ¿Sería Felipe Santos? Sin moverse, preguntó tímidamente:

       —¿Quién?

       Por toda respuesta se escucharon unos golpes. Luego una voz exclamó:

       —¡Tomás! ¿Estás allí?

       María se aproximó y pegó el oído.

       —¡Abre, Tomás!

       —Acá no hay ningún Tomás.

       —¿Quién eres tú?

       —Yo estoy esperando a Felipe Santos.

       —Bueno, pues, si viene Tomás le dirás que vino Romualdo para invitarlo a una fiesta.

       Los pasos se alejaron. El incidente no tenía mayor importancia, pero María se sintió inquieta, como si la seguridad de su refugio hubiera sufrido una primera violación. Volviéndose lentamente, quedó apoyada en la puerta. Deseaba con urgencia que su protector llegara. Quería preguntarle quién era ese Tomás y por qué venían extraños a tocarle la puerta. Las paredes del cuarto le parecieron revestidas de una espantosa palidez.

       La excitación y el cansancio la condujeron a la cama. Le provocó apagar la luz pero un instinto oscuro le advirtió que era mejor permanecer con la luz encendida. Una inseguridad sin consistencia, surgida de mil motivos secundarios (la araña, el bosque que atravesara, el dondoneo de una guitarra que llegaba desde una habitación lejana), fue atravesándola de parte en parte. Solo ahora le pareció comprender que lo que ella tomó al principio por libertad no era en el fondo sino un enorme desamparo. En casa de doña Gertrudis, al menos, se sentía acompañada.

       —¿Y cómo van tus asuntos? —preguntó Justa, tiempo después.

       —Ayer empezó otra vez —replicó María—. Mientras tendía la ropa, quiso abrazarme. Yo pegué un grito y él casi me da una cachetada.

       La araña comenzó a caminar oblicuamente hacia el foco de luz. A veces se detenía y cambiaba de rumbo. Parecía atormentada por una gran duda.

       —Pues entonces hablaré con Felipe Santos —dijo Justa.

       —Fue la primera vez que oí hablar de él —pensó María.

       —Es un amigo mío que vive a la vuelta —aclaró Justa—. Tiene una panadería y es muy bueno. Él te podrá conseguir trabajo.

       Esta sola promesa hizo su vida más llevadera y le permitió soportar con alguna ligereza el asedio del niño Raúl. A veces se complacía incluso en bromear con él, en darle ciertas esperanzas, con la seguridad de que al no cumplirlas ejercería una represalia digna de los riesgos que corría.

       —Así me gusta que te rías —decía Raúl—. Ya te darás cuenta que conmigo no perderás el tiempo.

       Y ella, con alguna tonta promesa, en el fondo de la cual ponía el más refinado cálculo, lo mantenía a cierta distancia, mientras se aproximaba la fecha de su partida.

       —Ya hablé con Felipe —dijo una tarde Justa—. Dice que te puede ayudar. Dice además que te conoce.

       —Me vería pasar cuando iba a la pulpería —pensó María—. ¡Qué raro que no lo haya visto!

       —¿Y hasta cuándo te voy a esperar? —la increpó un día Raúl—. Ayer estuve en el jardín hasta las once y tú… nada.

       —El viernes por la noche —aseguró María—. De verdad no lo engaño. Esta vez no faltaré.

       Justa le había dicho esa misma mañana:

       —Ya está todo arreglado. Felipe dice que te puede conseguir trabajo. El jueves por la noche saldrás con tus cosas sin decir nada a doña Gertrudis. Él tiene un cuarto desocupado en Jesús María, donde puedes estar hasta que se te avise.

       El jueves por la noche hizo un bulto con su ropa y, cuando todos dormían, salió por la puerta falsa. Justa la esperaba para conducirla al cuarto. Tomaron un taxi.

       —Felipe me dio una libra para el carro —dijo—. Me regresaré en ómnibus para economizar.

       Ella no contestó. La aventura la tenía trastornada. Al abandonar su barrio le pareció que los malos días quedaban enterrados para siempre, que una vida expansiva, sin obligaciones ni mandados ni diarias refriegas en la cocina blanca, se abría delante de ella. Atravesó un bosque, una avenida de altos árboles, casas uniformes y sórdidas, hasta ese pequeño cuarto donde la intimidad había sido para ella una primera revelación.

       En pocos minutos, sin embargo, su optimismo había decaído. Algo ocurría muy dentro suyo: pequeños desplazamientos de imágenes, lento juego de sospechas. Un agudo malestar la obligó a sentarse en el borde de la cama y a espiar los objetos que la rodeaban, como si ellos le tuvieran reservada una sorpresa maligna. La araña había regresado a su esquina. Aguzando la vista descubrió que había tejido una tela, una tela enorme y bella, como una obra de mantelería.

       La espera sobre todo le producía una desazón creciente. Trató por un momento de refugiarse en algún recuerdo agradable, de cribar todo su pasado hasta encontrar un punto de apoyo. Pensó con vehemencia en sus días en Nazca, en su padre a quien jamás conoció, en su madre que la enviaba a la plaza a vender el pescado, en su viaje a Lima en el techo de un camión, en el negro Julio, en la casa de doña Gertrudis, en la chola Justa contoneando sus caderas escurridas, en ese Felipe Santos que nunca terminaba de llegar… Solamente en este último su pensamiento se detuvo, como fatigado de esa búsqueda infructuosa. Era el único en quien podía confiar, el único que podía ofrecerle amparo en aquella ciudad para ella extraña, bajo cuyo cielo, teñido de luces rojas y azules, las calles se entrecruzaban como la tela de una gigantesca araña.

       La puerta sonó por tercera vez y ahora no le cupo duda a María que se trataba de su protector. Delante del espejo se acomodó rápidamente sus cabellos y corrió hacia el cerrojo.

       En la penumbra del callejón apareció un hombre que la miraba sin decir palabra. María retrocedió unos pasos.

       —Yo soy Felipe Santos —dijo al fin el hombre y entrando en la habitación cerró la puerta. María pudo observar su rostro de cincuentón y sus pupilas tenazmente fijas en ella, a través de los párpados hinchados y caídos.

       —Yo te conozco —prosiguió el hombre aproximándose—. Te veía pasar cuando ibas a la pulpería… —y llegó tan cerca de ella que sintió su respiración pesada abrazándole el rostro.

       —¿Qué quiere usted?

       —Yo quiero ayudarte —respondió él sin retroceder, arrastrando las palabras—. Desde que te vi pensé en ayudarte. Eres muy pequeña aún. Quiero ser como tu padre…

       María no supo qué responder. Miró hacia la puerta cuyo cerrojo estaba corrido. Detrás de ella quedaba la ciudad con sus luces rojas y azules. Si franqueaba la puerta, ¿adónde podría ir? En Justa ya no tenía fe y la niebla debía haber descendido.

       —¿No quieres que te ayude? —prosiguió Felipe— ¿Por qué no quieres? Yo soy bueno. Tengo una panadería, ya te lo habrá dicho Justa. Fíjate: hasta te he traído un regalito. Una cadenita con su medalla. Es de una virgen muy milagrosa, ¿sabes? Mírala qué linda es. Te la pondré para que veas qué bien te queda.

       María levantó el mentón lentamente, sin ofrecer resistencia. Había en su gesto una rara pasividad. Pronto sintió en su cuello el contacto de aquella mano envejecida. Entonces se dio cuenta, sin ningún raciocinio, que su vuelo había terminado y que esa cadena, antes que un obsequio, era como un cepo que la unía a un destino que ella nunca buscó.


(París 1953)

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