Fénix - Julio Ramón Ribeyro - Julio Ramón Ribeyro

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Fénix - Julio Ramón Ribeyro

FÉNIX
Julio Ramón Ribeyro


Después de haber dado los golpes, soy yo ahora el que los recibe y duro, sin descanso, como la buena bestia que soy. Pero no son tanto los golpes lo que me fatiga, pues mi piel es un solo callo, sino el calor de la selva. Yo he vivido siempre a la orilla del mar, respirando el aire seco de Paramonga, en una costa sin lluvias y aquí todo es vapor que brota de los pantanos y agua que cae del cielo y plantas y árboles y maleza que nos echa su aliento de ponzoña. A cien metros de nuestra carpa corre el Marañón, de tumbos colorados y terrosos y, al otro lado del Marañón, los montes silbadores, cada vez más apretados y húmedos, que llegan al Amazonas. No sé cómo puede vivir la gente aquí, donde se suda tanto. Duermo en una hamaca y al enano Max le pago cincuenta centavos para que me eche baldes de agua durante la noche y espante a los murciélagos. Nuestro patrón dice que pronto nos iremos pues todos los soldados de Baguas han visto ya nuestro circo y están cansados de oír a los payasos repetir los mismos chistes. Pero si nos quedamos es porque aún no ha venido la gente de Pucará y de Corral Quemado y porque aún podemos llegar a Jaén recorriendo otros campamentos. Odio esta vida y me iría a los mares si alguien quisiera hacer algo de mí —¡ya han hecho tantas cosas!— pero me quedo por Irma y por Kong, el animal, la estrella.


       Fénix fue el hombre fuerte de su pueblo, cuántas veces me lo ha dicho, cuántas veces. Medía cerca de dos metros y pesaba más de cien kilos. De un solo puñetazo derribaba a una mula. Y de pronto alguien vino, le robó su fuerza y la fue vendiendo de ciudad en ciudad, hasta no dejar de él ni la sombra de lo que fue, ni siquiera el remedo de su sombra. Si yo lo hubiera conocido en ese tiempo, lo querría, lo querría como una loca, y me hubiera hundido para siempre en su pecho, me hubiera convertido en un pelo suyo, en una cicatriz, en un tatuaje. Pero Fénix llegó a mí cansado, cuando su músculo era puro pellejo y su ánimo se había vuelto triste. A veces, sin embargo, cuando habla de su pueblo, algo regresa a él y algo le deja: su voz suena como una campana nueva y en la penumbra arden sus ojos. Será verdad tal vez que cantaba en el cañaveral, que desatascaba de un empujón los carros atollados en el arenal, que se comía crudos a los cangrejos, que cortaba la caña como si fuera flores y que en la plaza de Paramonga, los domingos, su pecho era el más robusto, el que asomaba con más alegría por la camisa blanca.


       Hubiera preferido nacer rey, claro, o millonario, pero ya que no tengo corona ni fortuna aprovechemos esta vida como mejor podamos. He luchado, con más fuerza que muchos y he dejado a cuántos tirados en el arroyo. No tengo principios ni quiero tenerlos. Las buenas almas que hagan novenas y ganen la vida eterna. Mueran los curas, mueran los millonarios. Yo, Marcial Chacón, he vendido periódicos, a nadie se lo oculto. Y ahora soy dueño del circo: ¡cómo he penado para tener esta carpa, estas graderías, los camiones, los trapecios, los caballos y el oso! He sudado en todas las provincias. Trabajo, en consecuencia no me insulten. Pero sobre todo, hago que trabajen los demás. Vivo de su trabajo pero no a la manera de un parásito sino como un inteligente administrador. Soy superior a ellos, ¿quién me lo puede discutir? Reconozco también que hay superiores a mí: los que tienen más plata. El resto, son mis sirvientes, los compro. Soy superior al enano Max, más alto que él, más rico: le pego cuando me da la gana. Soy superior a Irma, puesto que la alimento y hago que se gane la vida y la meto a mi cama cuando me place. Soy superior a Fénix, porque puedo despacharlo del circo en cualquier momento u ordenarle que levante pesas más pesadas. Soy superior al oso porque soy más inteligente. Soy superior a todos estos soldados porque no tengo jefe. Soy un hombre libre. Diría casi que soy feliz si pudiera abandonar el circo en manos de una persona honrada y vivir de mis rentas. Pero no hay personas honradas y además no se gana tanto como para pagar un gerente. Por lo tanto, sigo con los míos de acá para allá, levanto mi tienda bajo sol o bajo lluvia, agito el látigo contra los remolones y como, bebo y hago el amor lo más que puedo.


       Me gustan las mariposas, las mariposas amarillas con pintas negras, todas las mariposas que hay cerca del río. Si no fuera enano podría alcanzarlas con la mano cuando se paran en las ramas. Pero más me gusta Irma, sus piernas delgadas, sus pechos. Me gustan hasta sus arrugas, las que tiene en el vientre. Yo se las he visto, de noche, a través de la ranura de la tienda. He visto cómo se desviste y mira su cuerpo en el espejo y lo mira de abajo para arriba. La he visto también abierta como una araña, pataleando bajo el peso del patrón. Eso es horrible. Pero a pesar de ser horrible lo veo, cada vez que el patrón entra en su tienda o la lleva a la suya a zamacones. Enano soy, por desgracia, y cabezón y feo. No tengo mujer ni tendré. Soy como Fénix, el hombre fuerte, un hombre solo. Pero él, al menos, cuando boxeaba, hace ya años, era querido. Iba a los burdeles, me cuenta, dormía con varias putas a la vez y amanecía borracho, tirado por las acequias. Él me cuenta todo eso cuando vamos caminando por esta maleza, en las tardes. Me habla de Irma y del calor, de los zancudos, de su pueblo, donde no llueve, dice, donde hay caña de azúcar, donde tiene siete hermanos negros que trabajan en el cañaveral. Pronto nos iremos, felizmente, yo tampoco me acostumbro aquí. De noche ni duermo. Doy vueltas por la hamaca de Fénix, le echo aire y agua cuando me lo pide y espío las tiendas, la araña patuda, que se revuelca, la baba del patrón.


       Lo mejor del circo es el oso. El teniente nos ha traído desde Corral Quemado para verlo luchar contra el fortachón. Vinimos en un camión y en el tambo de la Benel nos paramos para almorzar. Allí tomamos cerveza, todos, hasta emborracharnos un poco. Es bueno el sábado, caramba, bueno aunque se sea soldado. Bueno el billar, las cholas que andan por las chacras, los partidos de fútbol en la polvareda. Nosotros, soldados del séptimo de Zapadores, los que hacemos los caminos y los puentes. Lo malo es que en el regimiento hay mucho serrano, tanto chuto que ni siquiera sabe hablar como gente decente. Yo soy mestizo, medio mal, cabeceado entre indio y blanco; por eso será que el teniente me prefiere, aunque me da esos combos que me hacen ver estrellas. Lo bueno de los serranos es que son duros para el trabajo, aguantadores. Lo único que los fastidia aquí es el calor. De los treintidós que éramos en Corral Quemado, quedamos veinticuatro, pues ocho se enfermaron cuando se hizo el puente de Baguas; empezaron a toser y hubo que mandarlos a Lima o despacharlos a su tierra. Allá ellos si no se acostumbran. Yo, costeño y acholado, me las arreglo bien. Dentro de un año asciendo y con la vara del teniente seré sargento y después oficial. Ahora, hasta que comience la función, estamos de licencia. Veremos si hay faldas por estos potreros y si encontramos un tambo donde secarnos la garganta.


       Carajo, me dijo el capitán Rodríguez, carajo delante de mi tropa. Carajo me dijo en el cuartel de San Martín de Miraflores. Los cholos estaban alineados en un grupo de combate. Estaba allí Eusebio, mi ordenanza, al que le grito Eusebio y cuando viene hasta mí corriendo y se cuadra, le doy un trompón en la mandíbula hasta hacerlo caer. A pesar de eso nadie limpia las botas mejor que él ni rasquetea mejor su caballo. Carajo, me dijo el capitán delante de mis cholos. Eso no se dice nunca cuando hay subordinados. Fue igual que sobre la cara de Eusebio, con más fuerza tal vez porque había rabia en mi puño: como era flaco, lo hice rodar. Capitán en el suelo, con sus galones sucios de tierra. Cholos riéndose. Teniente Sordi ante tribunal de disciplina. Y de pronto, cuando creo que me van a dar de baja, hacen peor, me sacan del San Martín y me mandan de castigo a Corral Quemado, a mil kilómetros de Lima, a cuarenta grados a la sombra. Un rancho de cañas y un brazo de río. Dos años aquí. Dos años viendo la cara de mis veinticuatro cholos y dándole de combos a Eusebio. Ni Lima ni mujer, a no ser la hija de la Benel, que es sucia y se pone a contar las vigas del techo cuando hacemos el amor. Todo eso por un carajo mal dado y por un puñetazo en cara del capitán Rodríguez. Y adiós Miraflores, adiós paseos a caballo por la huaca Juliana, al amanecer. El circo, ahora: un hombre contra un oso.


       Los macheteros se lavaban sus brazos con cuidado y los miraban con lástima, como si fueran brazos ajenos. Eso era en Paramonga, hasta ahora me acuerdo. Mis siete hermanos no hacían otra cosa que emborracharse después del trabajo y tirarse en las hamacas, mirando las arenas y sin ganas de vivir. A veces se despertaban en la noche gritando horribles pesadillas. Claro, desde niños no hacían otra cosa que cortar caña, los zambos. Por eso me fui de la hacienda, gracias al gordo Bartolo, que me vio un día levantar cuatro arrobas de azúcar. «Boxeador —me dijo—, boxeador, compadre. Tú te vienes a Lima, zambo, hay que probar suerte en el ring». Además, yo no era un santo: había perjudicado a una menor. Casi me fui a la carrera. Al comienzo, Lima fue el hambre, las manos en los bolsillos, la vagancia, una pensión en la plaza Bolognesi donde paraban todos los hombres fuertes, hombres con las orejas reventadas, con las narices chatas, algunos viejos ya y que orinaban sangre después de los contrasuelazos en el coliseo Manco Cápac. «Zambo, tú en el interbarrios —me decía el gordo Bartolo—, come bien, no chupes y verás. Tú, boxeador, pasta de campeón». Buen ojo tenía Bartolo, porque en el interbarrios nadie aguantó mi zurda. Cinturón de oro. Foto en La Crónica. Fénix, la Dinamita de Paramonga. ¿Cuánto hace de eso, mi dios, cuánto? Pellejo ahora, callo por todo sitio, y sudor, sudor, sudor…


       Caminar sobre la soga no es nada, torcerme hasta meter mi cabeza entre mis muslos tampoco, pero lo horrible son esas noches calientes, cuando el patrón viene a mi tienda o me lleva a la suya. A veces, fuete en la mano, yo sobre el colchón, con sueño, con ganas de vomitar. Luego su peso, su baba, su boca que apesta a cebolla. Antes de encender su cigarro ya me está echando porque después de usarme ya no soy nada para él, soy una cosa que odia. Y así, de la cama al ruedo, del ruedo a la cama. Y Fénix que no hace nada, que mira sólo, que se queja del sol, que cobra, que se calla, como todos. ¿Qué se puede hacer? Y esta noche otra vez. Ya llegó la gente de Pucará y un camión de Corral Quemado. Soldados, menos mal que éstos no protestan si las cosas salen mal. Verme sólo en calzón será para ellos una fiesta. Después se acostarán entre ellos o se masturbarán o qué se harán. ¡Y el oso que respira mal! Ahora el patrón estuvo mirándolo y metiéndole la mano en la boca. El oso está viejo, más que Fénix tal vez. Por eso se entienden entre los dos y se quieren como dos hermanos, como animales sufridos que son.


       A los animales como a la gente: a puntapiés. Nadie conoce mejor que yo el efecto moral de una buena patada. Yo las he recibido a tiempo, a tiempo dejé de recibirlas y ahora tengo el derecho de darlas. Así que si el ron no levanta a Kong, a Kong lo levantará el patadón. De otro modo vamos a perder la mejor taquilla de este maldito lugar: doscientos cholos de Pucará, unos treinta de Corral Quemado, cien de Baguas, aparte de la gente de las chacras, que siempre vienen a ver las mismas cosas, los imbéciles. Y mañana a levantar la tienda. Y pasado mañana en Jaén o en Olmos, ya se verá, para donde sople el buen aire. Que el calor está fuerte, caramba, y que si vienen las lluvias, como se dice, con los agujeros que hay en la carpa nos vamos a ver en apuros. De modo que adelante, Marcial Chacón, que vayan los payasos a tocar la corneta por los caminos, que barran el ruedo, que enciendan las luces, pues dentro de un rato anochece. Y que el oso abra los ojos, que si no, que si no…


       Todos los enanos se parecen a mí. En el circo del capitán Paz, en Lima, yo era el único enano: me hacían cabalgar sobre un chivato y meterme en la maleta del payaso. De pronto llegaron tres enanos del sur: eran igualitos a mí, la misma nariz aplastada, la misma cabezota. Pero eran más bajos que yo, el mayor me llegaba a la oreja. Eran requeteenanos. Por eso me echaron del circo o quizás porque me peleaba con los otros enanos —y nos peleábamos hasta a mordiscones, peor que la gente grande— o porque un día me perdí en el Callao y no llegué a la función. Desde ese día pasé varios meses en los bares del Callao, gorreando tragos y butifarras a los marineros. Era famoso allí. Cuando llegaban barcos con gringos, les servía de guía en las cantinas y los llevaba donde las putas. Mucha money en esa época, beautiful girls, thank you, I speak english, yo enano, ten dollars, I go to bed with you y otras cosas más. Hasta que en una temporada dejaron de venir barcos, mis amigos se fueron y yo quedé solo en las cantinas, recogiendo puchos, mendrugos, sin banco donde dormir, verde de puro hambre. Un día me fui caminando hasta Lima, siguiendo la línea del tranvía. Llegué al Paseo de la República y me eché a dormir en el pasto. Allí fue donde me encontró Marcial Chacón: «Necesito un enano. Coge tu sombrero y sígueme». Hace tres años de eso y desde entonces de pueblo en pueblo, por costa y por sierra, hasta aquí.


       La contorsionista está buena. Acabo de verla detrás de la carpa, conversando con el dueño del circo. ¿Cómo demonios habrá venido a parar aquí? Seguro como en las películas: su madre tísica, cinco hermanitos que mantener. A lo mejor es de esas que lo presta, con platita de por medio, por supuesto. No estaría mal darle un apretón por allí. Aunque a lo mejor en calzón no vale nada. En eso soy desconfiado y me he llevado varios chascos. La chola Benel, por ejemplo, que cuando se quita el sostén las tetas se le desbordan. Antes de darle el trompón al capitán Rodríguez, tenía una buena hembrita en Miraflores, empleada en una zapatería. ¡Para qué recordar! Era una mujer de un civil, un marica que sabía todo pero que nunca me dijo nada. Los civiles son todos maricas. Apenas ven un uniforme se orinan de miedo. Yo quisiera ver a un civil metido en Corral Quemado durante dos años, sin ver otra cosa que sus cholos, la carretera y el Marañón. ¿Qué hablaría el dueño con la contorsionista? La había agarrado de la muñeca, la jalaba. A lo mejor es su marido. Ni zonzo que fuera. Y el enano que rondaba por allí. Ya los payasos andan por el camino de Baguas anunciando la función. Me gustaría ver al oso. Dicen que el fortachón lo vence. Debe ser truco. Una estrella, dos, tres, cinco. La cerveza de Baguas sabe a jabón. ¡Qué vida ésta, carajo! Si no tuviera dos galones me tiraría un tiro. Teniente Sordi, con barba de puro aburrimiento.


       ¡Ay, mi Lima! A veces la extraño también. Me digo: qué hago con este uniforme verde. Seguiría trabajando en la carpintería si no fuera porque me levaron, yo que andaba feliz por Abajo del Puente. Pero es verdad que aquí me respetan, caramba, que si el teniente Sordi me da de combos, yo también se los doy a los serranos. Además me han enseñado a leer, como y duermo gratis, he aprendido a montar a caballo (no sé para qué, es verdad), las sirvientas me prefieren a los civiles y hasta sé disparar un fusil. Una vez disparé sobre un zambo. Fue en esa revuelta que hubo en una hacienda del norte. Es la única vez que he disparado sobre un hombre. Yo estaba en el regimiento de Chiclayo cuando nos avisaron que unos tipos habían bloqueado la carretera. Eran unos tipos que trabajaban en la hacienda La Libertad y que no querían dejar pasar los carros, los camiones cargados de fruta que iban a Lima. Teníamos otro jefe, entonces, un comandante. A mí me tocó ir. En medio del arenal los obreros estaban parapetados, habían puesto piedras y troncos en la carretera Panamericana. Yo no sé lo que pasó. Creo que nos tiraron piedras ellos. Pero el comandante dijo que disparáramos. Yo disparé contra un zambo. ¿Por qué? Ni sé quién sería pero una vez un zambo me rompió la jeta en el Rímac. Además, el jefe dijo que tirásemos. Lo maté. Cuando le cuento esto a mi teniente dice que él también disparó en la guerra con Ecuador pero hace más de diez años. Dice que yo he tenido suerte porque hay muchos que se pasan toda su vida sin disparar. Ahora el barbudo está medio borracho. Nos ha hecho dar diez vueltas al canchón de fútbol y meternos al río antes de llevarnos al circo.


       Kong está mal. Acabo de discutir con el patrón. Dice que con amoniaco lo puede hacer levantar y le ha dado a oler un frasco y le ha metido un algodón en la boca. Lo que le falta a Kong es comida, pero de la buena, carne por ejemplo, la que yo le conseguía cuando estábamos en el sur, carne de perro callejero, de mulo que se muere en los potreros. Aquí, sólo yerbas y raíces. Además está viejo, el pobre Kong, que ni dientes tiene. Este calor le hace daño también, ya se desacostumbró con tanto tiempo que ha pasado en otros climas. Tirado en su jaula se revuelca, caliente está su hocico, su hocico que conozco de cerca, su olor a pulgas aplastadas, su sudor que le hace arder el pelaje, su mirada legañosa. Kong y sus tetas de hombre, en medio del pecho que se le pela de puro viejo. Y dentro de un cuarto de hora empieza la función. Ya están entrando los soldados a las graderías. Kong, el tremendo animal tirado en su jaula, con su algodón de amoniaco en el hocico. Ron dice el patrón que le dará y si así tampoco se levanta, patada en la costilla, patada en el culo, patada de patrón. Mi viejo hermano, hermano peludo, ojos de papá, de abuelito, mi pariente sin habla, de grititos, de rugidos, el que se deja abrazar y tumbar, de puro bueno seguro o de cansado o de sueño o de aburrido. Kong, hermanito, levántate, que ya viene el batallón, que ya viene el patadón.


       Un latigazo en la cara: como si fuera un corte de cuchillo. ¿Por qué? Porque traté de defender a Kong. Marcial le daba de puntapiés en las costillas y lo jalaba del pescuezo con una soga. Ya había comenzado a llegar el público y Kong seguía tirado en su jaula. Fénix no ha visto nada pues salió un rato a caminar por la maleza para ver si encontraba algo que darle al oso. Salió sólo con una barra de hierro, ya que nosotros no tenemos con qué cazar. Cuando quise decirle a Marcial que así no se levantaría nunca el oso, levantó el brazo y me dio un fuetazo en la cara. Lo hizo con naturalidad, en medio de su impaciencia, como quien se espanta una mosca. Claro que después quiso besarme, pedirme perdón —él a veces hasta se arrodilla pero sólo para mejor morderme las piernas—, pero yo huí de su lado. Encerrada en mi tienda, lo siento dar vueltas, gritar órdenes. Ahorita empieza la función. Menos mal que hoy arrancan los trapecistas, después el enano, los payasos, después yo. Tengo que enseñar mis piernas y además, ahora, esta marca en la cara. El ojo me lagrimea y en mi mejilla nace una cicatriz.


       Esto se pone feo: el oso no se levanta ni a puntapiés; creo que está perdiendo hasta el resuello. Ya empezaron los trapecistas. Es verdad que todavía falta el enano, Irma, el caballo, el intermedio. Pero, ¡mierda!, si suprimimos la pelea con el oso, nos van a incendiar el circo. Nadie habla más que de la pelea. He escuchado a los soldados que hacen apuestas, a que vence el oso, a que gana el gigantón. Y Fénix ha desaparecido, el único que puede hacerlo levantar. Lo peor sería que el oso se me derrumbe en plena pelea y se den cuenta de la estafa. Una vez en Huanta, hace un año, el oso se echó en pleno ruedo apenas comenzó la pelea y no quiso levantarse. Tuvimos que decir que Fénix había logrado hacerle la llave Nelson y lo había puesto fuera de combate. A pesar de ello nos tiraron mazorcas de maíz, casi nos linchan, tuvimos que devolver la plata de las entradas y levantar nuestra tienda en plena madrugada. No sé con qué podríamos reemplazar ahora este número. Y el calor aumenta. El aire está amodorrado, quizás llueva esta noche. Irma encerrada en su tienda por lo del fuetazo. Todo sale mal hoy día. Pero el público ríe. Seguramente que Zanahoria acaba de darle al enano una de esas divertidísimas patadas en el culo. ¿Por qué las patadas serán siempre tan graciosas? Ahí regresa Fénix, menos mal, con un mono agarrado de la cola.


       A fierrazos dice que lo mató, al pobre monito enfermo: el primero le hundió un ojo y el otro le partió el espinazo. Todo en vano porque el oso no come mono o no quiere comerlo ahora. Fénix está con pena, por el mono y por el oso. Mira la piel del macaco desollado y cuenta que ni gritar podía cuando lo encontró en el bosque, que se vino hacia él arrastrándose, dando de coletazos a las hormigas. Con la piel del monito puedo hacerme un abrigo, justo cae para mi tamaño. En materia de ropa, es una suerte ser enano: de cualquier retazo nos sale un traje. ¡Pero para lo demás! Ahora Zanahoria, por ejemplo, cuando yo tenía que saltar en el ruedo me dio esa patada en el trasero más fuerte que otras veces. Me tiene cólera porque escupo más lejos que él y lo gano jugando damas. Si fuera de su tamaño ya le hubiera refregado el hocico contra el barro. Ahora veremos qué pasa con la función. El patrón tendrá que suspender la pelea. Y a la pobre Irma la veo doblarse con su calzoncito rojo en el ruedo, mientras los soldados la señalan con el dedo y le mandan chupetes en la boca.


       La mujercita tiene la cara hinchada y un poco de panza pero está buena, requetebuena. Me gustaría que me haga esas piruetas en la cama. Si no hubiera tomado tanta cerveza me tiraría un lance después de la función. Juraría que cuando trepó a la soga me miraba, buscaba mis ojos y se sonreía. Sería por mi barba. O por mi pinta: siempre las mujeres me han mirado. Teniente Sordi, teniente buena pinta. La zapaterita de Miraflores y otras tantas; mujeres he tenido como vellos en el brazo. Hombre peludo, hombre suertudo. Y con dos galones encima, no hay potito que resista. ¡Ah, si no fuera por el combo! A esta hora, bien afeitado, por el malecón, con mi hembrita. El cinema, los chocolates con esos polvitos que las ponen arrechas, no sé cómo se llaman. Y después, colchón de plumas. Pero seguiré en esta selva, sabe Dios cuánto tiempo más, acostándome con la chola tetona. ¡Qué vida ésta! Me da ganas de hacer algo, no sé, cortar árboles, escaparme al mar. Conozco a mis cholos hasta por la manera de roncar, los he mirado como miraba mis estampillas a los doce años. Ahora viene el intermedio y después el peleón. A que gana el fortachón. Ya aposté con mi ordenanza. Y después otra cervecita y a la cama, a soñar con el calzón rojo o con que me ascienden a capitán.


       Este circo me huele a ensarte. El intermedio dura ya diez minutos y la segunda parte no comienza. El enano salió un rato ahora para hacer sus maromas pero todos lo pifiaron. Lo que queremos es que comience la pelea. Le he apostado una libra a mi teniente a que gana el oso, toda mi propina del próximo sábado. Yo di la señal de patear las graderías y ya todos me han copiado. Ta, ta, ta, suenan los zapatos contra la madera, ta, ta, ta. Parece que esto se va a desarmar. Y la luz parpadea. Debe estar alimentada por un motor a gasolina, como el que hay en Pucará. En Corral Quemado, en cambio, sólo tenemos quinqués. Es decir, el teniente. Los demás con velas. En Lima vivía en un cuartito pero tenía luz eléctrica: apretaba el botón y zas, se encendía el foco. Ta, ta, ta, siguen sonando los pies; a mala hora di la señal, pues hacen un ruido del diablo estos serranos copiones. El dueño de la carpintería, en Lima, decía que a estos cholos debían matarlos o cortarles los huevos: «Ni producen ni consumen —decía—, son el tumor nacional». Quería gringos por todo sitio, gringos trabajando en las minas, gringos sembrando papas, gringos construyendo casas. ¡Bonita idea! Y él ni siquiera era blanco pues parecía salchichón pasado por la sartén.


       Maldita idea la del patrón: quiere que me disfrace de oso. Si no fuera por la piel de monito no se hubiera acordado que había una piel de oso guardada en un baúl, una piel de oso con arañas, polillas y hasta pulgas. ¡Ponérsela con este calor! Él luchará contra mí. Dirá que el fortachón está enfermo y que para no defraudar al público, él lo reemplazará en la pelea. Y yo reemplazaré al oso. No será la primera vez que me disfrazo. Cuando luchaba cachascán en el coliseo Manco Cápac —después que me liquidaron del box porque me noquearon siete veces seguidas— salí al ring con una careta de japonés, con un capuchón de cura, con un cuerno de toro, y qué sé yo con cuántas cosas más. Mi nacionalidad cambiaba con mis disfraces, hasta mi nombre cambiaba. Fui el hijo del Sol Naciente, Jack el Renegado, el Búfalo de las Pampas. Al final me decían el Hombre Llanta pues mi especialidad era caer fuera del ring, sobre la mesa del jurado, y dar botes y botes entre el público. Así, hasta que me quebré tres costillas. Y ahora de oso, ¡sólo me faltaba esto! Pero oso de verdad, con hocico y todo. El patrón dice que hasta debo rugir. ¿Cómo rugirá un oso? El pobre Kong, de viejo, ni rugía. Lanzaba como grititos de rata. Tendré que ensayar. Cri, cri, cri… Y a caminar en cuatro patas, con la nariz en tierra. Cri, cri, cri. Rata, hombre, oso, qué sé yo lo que soy.


       ¡Qué susto me he llevado! Veo entrar un oso a mi tienda y era Fénix con la piel esa, que no sé de dónde habrá sacado. Dice que luchará contra el patrón. Éste le ha dicho que a los diez minutos de pelea, cuando le haga una seña, debe dejarse poner de espaldas en el ruedo. ¡Pobre Fénix! Con semejante piel en este infierno. Estaba sudando a chorros y quiso que le diera unas puntadas a la cabezota que se le ha separado del cuello. Me preguntó qué tal se le veía y yo me quedé callada. No quise decírselo, pero ese disfraz peludo le iba como el guante a la mano. Me pareció que era su ropa natural, su misma piel que él acababa, no se sabe cómo, de recuperar. Es que él, aun sin piel, ha sido siempre una especie de oso manso, de oso cansado, o es que ha terminado por parecerse al animal de tanto frotarse contra su pelaje y sus enormes brazos. A través del mascarón vio mi hinchazón en la cara y quiso saber qué me había pasado. ¡Para qué decirle la verdad! Le dije que me había raspado con la soga al hacer equilibrio. Quiso pasarme la mano por la cara pero su mano estaba enfundada en la garra velluda. Ni tocarme pudo, su misma voz me llegaba oscura, como a través de un bosque. Entre él y yo se interponía la piel y era como si perteneciéramos a reinos diferentes. Nada nos podía juntar en ese momento: yo mujer y él sólo una bestia.


       Respetable público: Por una indisposición de último momento, Fénix, el Hombre Fuerte, no podrá presentarse esta noche en su terrible combate contra Kong, el oso de la selva africana. En vista de ello y para no defraudar a tan distinguida concurrencia, yo, Marcial Chacón, en mi calidad de director del circo Chacón Hermanos, he decidido reemplazar al Hombre Fuerte en esta difícil pelea. Para tranquilizar a los espectadores, sobre todo a los espectadores exigentes, que se han hecho merecidamente la idea de presenciar un combate platónico y homérico, debo advertirles que ya en una ocasión tuve que enfrentar al oso. Fue hace tres años, en la localidad de Pisco, la patria del aguardiente, y todos los que asistieron a esa memorable velada no olvidarán jamás el espectáculo que ofrecimos, la bestia de la selva africana y yo, Marcial Chacón, en un combate singular y a muerte. Vencí yo, naturalmente, pero después de un esfuerzo inconmensurable, que me exigió dos semanas de asistencia hospitalaria. Arriesgando mi vida no vacilo esta noche en salir al ruedo frente a tan furioso enemigo, solamente por el cariño que tengo a mi público y porque la divisa de mi circo es: «Entretener, aunque reventemos».


       ¡Empezó la lluvia! Por mí que venga hasta el diluvio y se derrumbe esta carpa. Ya estoy harto de escuchar insultos. Que me digan enano está bien, porque lo soy, o que me digan retaco, zócalo, mediopolvo y todo lo demás. Pero que me silben cuando salgo al ruedo o se pongan a mear en las galerías, yo que salgo a entretenerlos y que me dejo moler a patadas, eso sí que no lo aguanto. Y eso que era un número de regalo pues no me corresponde trabajar en el intermedio. Todo por la idea del patrón de hacer tiempo para que Fénix se disfrace de oso y él de luchador. Que se las arreglen ellos, Fénix peludo y el patrón panzón en calzoncillos. Yo ya no tengo nada que ver. Y para colmo, está entrando agua al ruedo. Ahorita me mandan echar aserrín para que los luchadores no se resbalen. Enano de los mandados, cabezota, ojo de pescado, chicapierna, quijadón… ¿Quiénes serían mis padres? Lo único que sé es que me fabricaron mal y de vergüenza me tiraron por alguna parte. O como algunos dicen, que me parió una perra.


       ¡Vaya, al fin salió el oso! Es más grande de lo que creía. Esta bestia es capaz de tragarse a un hombre, sobre todo si el fortachón está enfermo y ha tenido que reemplazarlo el dueño. A mala hora aposté una libra con mi ordenanza. Pero no, Chacón también es fuerte, un poco panzudo tal vez, allí acaba de entrar. Y es valiente, caramba, yo, en confianza, no me metería con el animalote ese. Claro que ya debe conocer sus mañas, pero de todos modos un animal no piensa y en el momento menos pensado saca la garra. Vamos a ver, ya comienzan las fintas, esto se pone interesante. ¡Buena! Por poco lo agarra el oso, si no se agacha a tiempo le vuela la cabeza de un manotón. He debido traer mi pistola por si acaso. No vaya a ser que esta fiera se trepe a las tribunas. ¡Otra vez! Ahora el luchador le dio cuatro o cinco golpes en el pecho. Pero el oso parece de piedra. Rápido se alejó el luchador. Tiene que ser así porque un abrazo de oso dicen que es como echarse un camión encima. Ahora le da otro golpe, ¡buena! El oso lo persigue…


       Así cualquiera: si no hace más que correr. Mete un golpe y se va para atrás. Lo que debe hacer es esperarlo, darle pelea. Quiero ver una buena trenzada. Esto no es box sino lucha, lucha franca. ¡Así, ahora! Por poco lo agarra. Yo lo vi entre sus brazos. Pero el cuco se zafó. Es una culebra ese patrón: cuando ya va a caer, se escapa. Pero estoy seguro que gano la apuesta. Ese oso es un fenómeno, va derechito detrás de su rival. ¡Dale, dale, allí están abrazados! Se volvió a salir. Ahora grita el oso, grita como si tuviera dolor de muelas. Los cholos alrededor de mí están asustados. El teniente también. Vuelve a gritar, el luchador se acerca. ¡Otra vez abrazados! Diablos, Chacón tiene fuerza, el oso no lo puede tumbar. Trastabillan en el aserrín. ¡Cayeron! De pie todo el mundo. Se revuelcan… Chacón se levantó. El oso está mal, mierda. No, ya se levanta. Allí va detrás del luchador. Chacón corre. ¡Date la vuelta, marica! El oso parece cansado, se pasa la garra por el hocico. Sería una vaina que lo ganen, toda mi propina del sábado.


       El patrón tiene miedo: lo veo en sus ojos. El segundo golpe que me dio me ha dolido. De buena gana me iría a toser un rato o a escupir. ¡Y los minutos se hacen tan largos! Cuando terminemos me daré un baño en el Marañón. Pero ¿cuándo terminaremos? Tiene que hacerme la seña. La gente grita. Hay que animar más la pelea. Pero no puedo hacerlo, no es rival para mí. Si fuera un profesional, podríamos hacer algunas figuras. Aunque me da ganas de ensayar algo, una de esas llaves de los viejos tiempos. Acércate, Chacón, acércate, ven hacia aquí, así… ¡Otra vez el puñete! Y se va para atrás. Eso no me lo había dicho, que me iba a dar fuerte en la cabeza. Debajo de esta piel tengo mi pellejo de hombre, de hombre sufrido, pero esos golpes hacen daño. Claro, él puede hacer lo que quiera y yo nada. Se acerca otra vez, ahora lo agarro. Ya, ya está aquí. Así, así, despacito, vamos a revolcarnos un rato, tú patrón, yo tu sirviente. No te asustes, no te voy a quebrar un hueso. Está con miedo, qué raro, con miedo el patrón. Bueno, levántate, yo me quedo aquí un rato en el suelo. Me ha dicho al oído que en la próxima debo hacerme el vencido, enterrar la cabeza en el barro. Sí, ya lo sé, en la próxima me haré el vencido, estoy sudando ya y además tengo ganas de irme al río. En la próxima llorará el oso, gloria para el vencedor.


       Los dos, en medio del griterío. Primera vez, en mucho tiempo, que me pongo a ver qué pasa en el ruedo. Y me da pena por Fénix, su triste papel de oso. Si la gente supiera que ese animal al que golpean es un hombre como todos, o quizá deba decir «fue un hombre como todos». Porque, ¿qué cosa es Fénix al fin? Ni él mismo lo sabe. Ahora hasta ruge. Marcial lo ha cogido por atrás, le pasa el brazo por el pescuezo, lo tiró al suelo. Parece que Fénix no ve, quizás la cabezota se le ha movido y no tiene por dónde mirar. Camina como a ciegas, en cuatro pies, de un lado para otro y de esto se aprovecha Chacón. Le pega como de verdad, en un momento le dio hasta con la rodilla y los soldados aplaudieron. Sí, seguramente no veía, porque acaba de cogerse la cabeza con las garras como para ponérsela en su sitio. ¿A qué horas terminará esto? Y el público parece que hubiera perdido el aliento. Ni siquiera el teniente barbudo, que tanto me miraba cuando hice equilibrio, quita la vista de los luchadores. Otra vez Chacón le da con la rodilla, peor todavía, con el pie. Fénix lo persigue, parece que lo va a agarrar, están aquí, delante de mí, me ha visto, se queda parado…


       Fénix de mis amores, ¿estás cansadito? Cuando iba detrás del panzón y ya estaba a punto de agarrarlo, mira hacia la entrada de los artistas y se queda parado. Su pechote peludo se infla y se desinfla. Irma está en la entrada, acabo de verla. Ya se puso su traje para taparse las piernas y se lleva la mano a la cara, seguro para sobarse la hinchazón. ¿Qué esperas, Fénix? El público está callado, sólo se oye la lluvia rebotar contra la lona encerada. Chacón, en el centro de la pista, aguarda con los brazos extendidos hacia adelante. Rara situación. Chacón avanza hacia Fénix, entra en su terreno, le pasa las manos por delante de la cara (valiente, valiente, dice la gente), mira a Irma, mira al público. Pero Fénix no se mueve. Yo veo todo por debajo de las graderías, por entre las botas de los soldados, en un recoveco donde sólo cabe un enano. Todos inmóviles. ¿Por qué nadie se mueve? Me doy duro en la frente para ver si estoy soñando. Chacón vuelve a avanzar hacia Fénix. «No te acerques», grita un soldado. Chacón da un salto atrás, asustado. Fénix avanza ahora pero no hacia el ruedo sino hacia la puerta, hacia Irma. El público pifea. «Se quiere escapar», dice. Otro grita: «No le dejen irse». Mi plata, mi plata, protestan todos, oso marica.


       Este animal es medio loco: cuando la pelea está más reñida se olvida de todo y se queda como un idiota, mirando la entrada. A lo mejor lo que quiere es irse a descansar porque, para ser justos, lo único que ha hecho es encajar golpes. Hasta patadas. Pero todo vale con un animal. Lo cierto es que ya gané mi libra. Aunque tal vez… sí, ahora se mueve otra vez, vuelve la cabezota hacia el ruedo. Allí lo veo avanzar pero cansado, cansado, de mala gana. El luchador lo está esperando, dando saltitos sobre un pie y después sobre el otro. El oso estira una garra y sólo agarra aserrín. ¡Sus golpes son tan avisados! Ahora vuelve a la carga, el patrón le da un par de golpes y se aleja. El oso sigue avanzando, parece que quiere pararse, sí, está de pie, grita, avanza otra vez, rápido, muy rápido. El hombre retrocede, esquiva, trata de meter un golpe pero se arrepiente. El oso lo persigue, parado en sus dos pezuñas. ¡No corras, remátalo de una vez! El patrón lo espera esta vez. Lo golpea, el oso contesta. Están abrazados. Se dan de manotazos, encima, ahora sí, ¿qué?


       Harto ya, harto Chacón, harto de tanto calor, de tanto contrasuelazo. Déjame echarme sobre ti un rato, sólo un ratito. Así, que sienta tu corazón contra mi corazón, que sienta tu respirar. Raro colchón eres para un hombre como yo, colchón de carne de gallina. Pálido estás, ojitos de colibrí, grita si quieres, grita con tu boca morada, grita para que te oigan los soldados. ¿Por qué no trajiste tu cuchillo? Me lo hubieras hundido en la cara. Pero sin cuchillo, oh Chacón, o sin fuete, sin otra cosa que tus propias manos, ay Chacón, estás como amarrado. No abras los ojos, no, si ya me voy a levantar, y esa lengüita, ¿por qué la sacas? ¿No oyes cómo grita la gente? Diles que hacemos circo, circo para que se entretengan. Circo hago desde que nací. Haz circo tú también. Vamos, déjame que te abrace un poco, déjame quererte, Chacón, te quiero tanto que me pasaría la noche aquí, mirando tus ojos, oyendo tu respirar. Pero quiero irme al río a bañar, porque me has hecho sudar y no sólo sudor sino que hasta orines sudan mis ojos y sal que me quema los párpados. ¿No ves? Si hasta lloro, creo, de tanto dolor. Porque me das pena, Chacón, pena de tu lengüita morada, de tus ojos que ya no saben mirar.


       ¿Qué cosa pasa? Fénix está encima de Marcial. Los soldados hace rato que gritan. Ahora se han puesto de pie y señalan la pista y pegan de alaridos. «Lo está asfixiando», dicen. ¿Será verdad? Yo sólo veo un cuerpo echado sobre otro. Fénix parece dormir. Ahora levanta la cabeza y la hace girar lentamente, muy lentamente, como si buscara algo. Mira hacia aquí. «Quítenlo de encima», grita el barbudo. Fénix se levanta: los soldados se avientan de las tribunas, saltan en confusión, algunos salen por debajo de la tienda. ¿Adónde van? Se escapan, seguramente, hacia su campamento… Fénix comienza a caminar, está parado sobre sus dos pies, sus brazos cuelgan, va hacia la puerta, se detiene, vuelve hacia aquí. Algunos soldados han quedado en la parte alta de la tribuna, el teniente entre ellos, y no se atreven a bajar. Quieren treparse por los soportes. Y Marcial sigue en el suelo, sin moverse, con los puños apretados, la lengua casi arrancada. El enano sale por debajo de las graderías y se le acerca. «Cuidado», le gritan desde arriba. El enano pasa al lado de Fénix y va donde Marcial, se agacha, le mira la cara, le mete un dedo en el ojo, lo jala de la lengua, se desabrocha la bragueta, se pone a mear.


       El capitán no me ha querido creer, le digo que lo ha estrangulado, que lo ha aplastado contra el suelo hasta ponerlo verde. Si lo he visto con mis propios ojos, no sólo la pelea, sino hasta el propio muerto. Allí estaba sobre el aserrín, mojado por la lluvia y meado por el enano. La contorsionista me ha contado no sé qué historia, que el oso es un hombre, que el hombre es un oso. Está loca. Pero mi ordenanza ha visto también y, a pesar de que le debo una libra, está impresionado como yo, como todos. Ya me decía: debía haber traído mi revólver. Pero iremos a buscarlo, es un peligro dejar un animal así cerca del campamento. Doce cholos me han dado y antorchas además y un perro. El enano nos dirá por dónde se ha ido, porque si no lo mandaremos al calabozo por haber ofendido al muerto. Con un vivo se pueden tomar ciertas libertades, ¡pero con un muerto! Ahora él nos llevará donde la fiera. Mi fusil está bien aceitado y en la cacerina tengo mis balas dum-dum. Hay que poner orden aquí, para eso nos pagan y para eso he pasado dos años en Corral Quemado sin quemar un cartucho. Te ilustrarás, teniente Sordi, y a lo mejor por allí hasta se te descuelga un galón.


       Escampa. Noche espléndida, estrellada, como al lado del mar. Paramonga y los cañaverales, dunas de la costa, todo eso parece venirme del cielo tan limpio. Pero del suelo sólo me llega el lodazal. Dejo mis surcos hondos. Avanzo, libre, hacia el río, con mi cabeza de oso en la mano, decapitado, feliz. Atrás, sólo la tienda iluminada del circo. En el circo, Marcial, Max, Irma, Kong, los soldados meones, todo enterrado, todo olvidado. Avanzo hacia el agua, sereno al fin, a hundirme en ella, a cruzar la selva, tal vez a construir una ciudad. Merezco todo eso por mi fuerza. No me arrepiento de nada. Soy el vencedor. Si esas luces de atrás son antorchas, si esos ruidos que cruzan el aire son ladridos, tanto peor. Los llevo hacia la violencia, es decir, hacia su propio exterminio. Yo avanzo, rodeado de insectos, de raíces, de fuerzas de la naturaleza, yo mismo soy una fuerza y avanzo aunque no haya camino, me hago un camino avanzando…


(París, 1962) 

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