El Abominable - Julio Ramón Ribeyro - Julio Ramón Ribeyro

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El Abominable - Julio Ramón Ribeyro

EL ABOMINABLE
Julio Ramón Ribeyro


Marcos y yo decidimos ir un día en busca de El Abominable Hombre de las Nieves. Esto puede parecer extraño, pues ni él ni yo teníamos pasta de explorador o cazador, estábamos en Lima y no teníamos la menor intención de ir hasta el Himalaya. Marcos había llegado a la conclusión de que El Abominable Hombre de las Nieves se había establecido en los nevados de la sierra central, a unos doscientos kilómetros de la capital.


Convencerme de su idea no fue difícil. Para empezar, yo me encontraba sin trabajo, abandonado por una mujer hermosa que se casó con un imbécil, entregado a la bebida y a la cavilación, viviendo a expensas de una madre caritativa, a punto en suma de malograr definitivamente mi vida y convertirme en uno de esos solterones vagonetas y borrachines que pueblan los bares de Lima. Cualquier propuesta que se me hiciera para salir de esa situación, por descabellada fuese, encontraría en mi a un voluntario entusiasta. que


Marcos, por su parte, había ensayado sin fortuna diversos trabajos y oficios, entre ellos el de pilotín de barco mercante, lo que lo llevó durante años por todos los pueblos del Pacífico. Al fin había retornado a Lima y vivía, como yo, en casa de su familia, sin renta ni porvenir, entregado a lecturas idiotas y cálidas nocturnas que terminaban siempre en barrios mal afamados, donde infaliblemente se daba de golpes con algún matón. La última vez estuvo dos meses en la cárcel por haberle roto un par de costillas a un mozo de una cantina.


Fue precisamente en la cárcel, según me dijo, donde al azar de una lectura se entero de la existencia de El Abominable y descubrió que si un sentido tenía su vida era la de capturar y librar a la humanidad de la presencia de un ser tan Y repugnante.


Había, claro está, el atractivo de la ganancia. Una asociación o fundación norteamericana ofrecía una serie de primas crecientes por informaciones fidedignas sobre El Abominable, desde mil dólares por una foto hasta veinte mil por su captura. Pero aparte de esto era la aventura lo que atraía a Marcos. Su vieja vocación de navegante varado en tierra firme encontraba en esta empresa un aliciente.


Y el proyecto era tanto menos insensato por cuanto, según Marcos, no era necesario desplazarse hasta el Himalaya, lo que estaba fuera de nuestro alcance, sino simplemente hasta unos doscientos kilómetros de Lima, a la sierra central, lugar donde a su juicio debía encontrarse El Abominable. Si me eligió para la expedición fue porque nos conocíamos desde el colegio y porque dado mi carácter indulgente sabia que no pondría mayores reparos en acompañarlo en la gran aventura.


¿Por qué en los Andes centrales? Esto sería largo de explicar, pero sus investigaciones lo habían llevado a esa conclusión. En resumen, según me refirió, el misterioso humanoide, cuyas huellas sólo habían sido vistas en el Tibet, había emigrado por el estrecho de Bering hacia América, siguiendo la ruta de los primitivos pobladores de nuestro continente. Su refugio tibetano no le parecía muy seguro. Más tranquilo se encontraría en un nevado peruano que rodeado de mil millones de chinos. En cualquier momento, Mao o quien le su cediese podía ordenar que lo capturasen y entonces no tendría salvación, su muerte segura constituiría un capitulo más en la historia gloriosa de algún Plan Quinquenal.


Antes de entrar en los pormenores de nuestra expedición debo decir algo más sobre Marcos. En el colegio fue al comienzo mi peor enemigo. Como era uno de los mayores en la clase y uno de los más corpulentos, tenía la tendencia a tiranizar a los menores esmirriados como yo. Durante algunos meses me trató como una piltrafa, no había recreo en el que no me diera de puntapiés en las canillas ni ropa nueva que llevara que no me la bautizara con algún desgarrón o mancha de tinta. Yo vivía aterrorizado y tuve que fraguar alianzas con otros grandes de la clase para poder defender me, provocando peleas entre los forzudos, en las cuales Mar cos dio y se ganó buenas palizas. Pero finalmente llegamos a hacernos amigos, pues teníamos algunos gustos comunes. por ejemplo, la astronomía o las peras almibaradas-aquellas que vendían a la salida del colegio con mosca garantiza da-y los paseos por el malecón.


Fue así que nos volvimos inseparables, al menos hasta que terminamos el colegio. Luego lo vi sólo ocasionalmente, a pesar de que vivía cerca de casa. Marcos fue uno de los pocos que renunció a entrar en la universidad y prefirió lanzar se desde temprano por el vasto mundo, sin títulos ni estudios, en busca simplemente de la vida. Se había casado una vez, divorciado, después viajó por el Perú vendiendo telas y relojes despertadores, en seguida vino su ciclo de marinero, hasta que lo encontré en un microbús. El atlético colegial era ahora un hombrazo de barba cerrada que usaba unos sacos anchísimos y de corte antiguo, probablemente de su padre y que, aparte de beber y trasnochar, era capaz de comerse todo lo que le pusieran por delante. Pesaba ciento diez kilos.


Antes de que nos pusiéramos en marcha pasaron algunos meses. Los Andes estaban más cerca que el Himalaya. Pero de todos modos necesitábamos un poco de dinero y equipo adecuado. Ello nos forzó a buscar un trabajo y ambos aceptamos tareas que antes despreciábamos, él de chofer de colectivo y yo de cobrador a domicilio, hasta que al fin contamos con los medios para organizar la expedición.


En vísperas de la partida nos reunimos en casa de Marcos. Era una casa minúscula en Miraflores, con su jardín de geranios y su ventana de rejas. El padre de Marcos era un anciano jubilado que hacía por lo menos diez años que pasaba los días pegando estampillas en un álbum y durmiéndose en los sillones de la sala. Su madre era un ser escurridizo que andaba por las iglesias o preparando dulces en la cocina. Su hermana casada con un hombre de empresa venía rara vez a visitarlos. Había pues terreno libre para los preparativos.


Habíamos comprado dos carabinas Remington de 32 milímetros, dos machetes, una pistola Browning 45, morra les, una carpa de campaña, zapatos de escaladores, botiquín de primeros auxilios, brújula, ropa de abrigo, comida enlata da, vitaminas, binoculares y un mapa bastante imperfecto de la zona por explorar.


La noche antes de la partida ocurrió un pequeño incidente que me inquietó un poco, pero que pronto deseché. Marcos, excitado por la inminente aventura, me propuso salir a tomar un trago. Podíamos disponer para ello de una pequeña parte de la bolsa común y nos dirigimos al parque de Miraflores, al café Haití. Mientras bebíamos la primera cerveza, Marcos me hizo una brillante recapitulación del caso de El Abominable que fue para mí iluminadora, pues desvaneció algunas de mis últimas dudas. Para llegar a los Andes, El Abominable había tenido que atravesar Norteamérica y luego el trópico centroamericano. ¿Cómo lo había hecho? ¿Había rastros de su paso?


Marcos fue absolviendo todas estas cuestiones apelando a diversas lecturas y teorías. Nos dio la medianoche y de repente cayó a nuestra mesa un viejo compañero de colegio con el cual teníamos en común la afición a la bebida y con el que Marcos se trenzó en una discusión destemplada a propósito de todo. Por poco terminan dándose golpes. Logré cal marlos y conducir a Marcos hasta su casa. A las seis de la mañana teníamos que partir rumbo a La Oroya. Nos despedimos con un fuerte apretón de manos. Fuerte, sin duda, pues tardé en dormir acariciándome las falanges trituradas.


A La Oroya llegamos en cinco horas, en una camioneta que hacia servicio colectivo, en compañía de una docena de personas. Habíamos previsto partir esa misma noche en camión rumbo a la cordillera de la Viuda, pero no conseguimos movilidad. Y tardamos tres días en conseguirla. La mayoría de los camiones iban hacia Tarma o Huancayo, pero eran raros los que tomaban la vieja ruta terrosa que se internaba hacia la pampa de Junín.


La Oroya es un lugar siniestro, un centro minero anclado en un paisaje desolado y con un aire pestilente. Altas chime neas inundaban de humo el poblado, en donde sólo vivían peones indios e ingenieros blancos. Marcos y yo, que no éramos ni lo uno ni lo otro, tuvimos que alojarnos en el único albergue, una especie de granero con techo de calamina, don de recalaban agentes viajeros y turistas despistados. No había bar ni calefacción ni baños, Comimos el peor viste del mundo y lo seguimos comiendo durante tres días, pues no encontrábamos medios de transporte.


Las camionetas y taxis-colectivos iban sólo hacia Tarma o Huancayo, pero no hacia la cordillera de la Viuda, que era nuestro destino. Esa ruta de tierra trepaba hasta más de cinco mil metros de altura y únicamente la utilizaban algunos choferes de camiones que no querían llevar pasajeros, pues ya varios habían estirado la pata en la puna y deshacerse de un muerto entrañaba demasiados problemas. Hasta que por fin conseguimos un camionero que se arriesgó a tenernos a bordo, previo estipendio y tragos en cantina. No había sitio en la caseta, pues el camionero viajaba con su mujer y un asistente, sino en la parte de atrás, encarama dos sobre varios quintales de papas.


Fue un proyecto memorable. Marcos y yo teníamos la impresión de estar hollando el techo del mundo. Envueltos en nuestros sacones impermeables forrados en piel, acurrucados en posición de momia de Paracas, veíamos desfilar ante nosotros inhóspitas planicies, nulas, vacantes, tan misterio as e inaccesibles como los abismos marinos. No había pastor intrépido ni ganado indígena que se aventurara por esos parajes. Era la tierra maldita, yerma, que sólo servía para atravesarla y llegar a algún lugar. Y como telón de fondo picos de nieves eternas, cuanto más fríos que el páramo.


Marcos, que consultaba su plano, pidió al chofer que se detuviese y ambos desembarcamos en plena pampa, con nuestros bultos y pertenencias. Cuando el camión arrancó y se perdió de vista, Marcos y yo nos quedamos mirándonos la cara, pero serios, sin ganas de reír, convencidos de que en ese momento empezaba la verdadera aventura.


Allí mismo, al otro lado de la ruta, levantamos nuestra carpa, desempacamos nuestras bolsas de dormir y calentamos en el primus nuestras primeras latas de frijoles. Había oscurecido y soplaba un viento glacial. Extraña noche aquella, la primera, pues sólo entonces comenzaba a conocer a Marcos. 

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