Múnich 20 de marzo de 1956
Estoy en los capítulos más difíciles de mi novela. El desenlace se aproxima y aún no sé cómo matizarlo. Presiento que en el capítulo XXIV debo poner el punto final. En estos cinco capítulos que me faltan debo concentrar con grandeza, sin estridencias, una cuantiosa sucesión de escenas: un temblor de tierra, la ruina de la cosecha, la fuga de Felipe y de Ema, mi ruptura con Leticia.
Voy a tener que recurrir, como en el mes de enero, al estímulo de la cerveza. No es que el alcohol fecunde mis ideas, sino que templa mi voluntad, robustece mi entusiasmo y me permite mantener un tren de escritura sin sentirme doblegado por el aburrimiento.
En esta entrada de su diario, Julio Ramón Ribeyro se muestra en plena batalla con la escritura. El tono es íntimo y confesional: el autor no describe el mundo exterior, sino el proceso interior de creación, la lucha entre la voluntad y el desaliento, entre la inspiración y la rutina. Ribeyro, joven aún y residente en Múnich, trabaja en su primera novela (Crónica de San Gabriel, publicada en 1960), y aquí podemos sentirlo debatirse con las exigencias del arte y la soledad del escritor.
El fragmento deja entrever dos obsesiones ribeyrianas: la búsqueda de la perfección narrativa y la disciplina como único medio para alcanzarla. Su reflexión sobre el alcohol —“No es que el alcohol fecunde mis ideas, sino que templa mi voluntad”— es profundamente reveladora: Ribeyro no mitifica la ebriedad como fuente de inspiración, sino que la usa como un instrumento para mantener el ritmo y la constancia. La cerveza, más que un vicio, aparece como un símbolo de resistencia creativa.
La enumeración de los sucesos que debe resolver (“un temblor de tierra, la ruina de la cosecha, la fuga de Felipe y de Ema, mi ruptura con Leticia”) evidencia una mente ordenada, consciente del andamiaje de su relato. Pero también hay duda y vacilación: “aún no sé cómo matizarlo”. En esa vacilación está la humanidad del escritor, su honesta aceptación del misterio que envuelve el acto de escribir.
Este diario es, pues, una ventana al taller de Ribeyro. Nos permite acompañarlo en su proceso, verlo cansado pero persistente, disciplinado pero vulnerable. Más que un simple registro, este texto es una pequeña lección sobre la humildad del creador ante su obra, sobre la paciencia que requiere transformar la vida —y sus ruinas— en literatura.