Hernando Cortés sería uno de sus amigos más cercanos de Ribeyro. Sería el padrino del único hijo de Julio Ramón. Además, le dedicaría uno de sus más hermosos cuentos, “Al pie del acantilado” (1964). Sería el director de varias de sus piezas teatrales, como Santiago, el pajarero, El último cliente, Fin de semana, Atusparia, Área peligrosa. Por ello, lo calificó como su “director titular”. La mala situación económica en Alemania se alivia gracias a este compañero de ruta: «Salgo a restaurantes o bares cuando Cortés me invita».
Cortés me cuenta que conoció a Ribeyro en 1952, en Salamanca, España, durante un congreso de literatura organizado por la universidad de esa ciudad. Sin embargo, la amistad se inició recién un año después, en París, mientras vivía en un cuarto de un hotel de la rue de la Harpe, Hotel Chauffage Central, Eau Chaude et Froide [‘Hotel Calefacción Central, Agua Caliente y Fría’]. Como debía viajar a Salamanca a rendir exámenes de Derecho, Cortés le pidió a Julio que ocupara su habitación por unos días. Unas semanas después recibió una carta suya que le informó que unos ladrones se habían llevado en su ausencia todo (libros, discos, radio, máquina fotográfica, ropa). Algunas prendas eran mías, pero en el caso del narrador fue desastroso. Terminaba su texto: «Salgo a la calle a comprarme un pañuelo».
«No sé si nos poníamos de acuerdo para encontrarnos en alguna ciudad europea, lo cierto es que nos vimos en Berlín —donde escanciábamos botellas de delicioso vodka ruso—, Múnich y Génova, en 1958, de donde Julio volvió a Lima después de varios años. Ya acá dábamos largos paseos, quizá con el deseo de encontrar argumentos para sus cuentos, pues de uno de esos paseos nació “Al pie del acantilado”, que Julio me dedicó. Cierta vez, le enseñé viejos barrios de Magdalena que estaban abandonados totalmente. En uno de ellos vivía un hombre que estaba con sus dos hijos. En allí adentro empezó a visitar el lugar y salió la historia. Había unos baños públicos que ya no se utilizaban hacía años. El resto lo inventó, con la gran imaginación que tenía».
Fragmento de "Ribeyro, una vida" de Jorge Coaguila.