Un lonche con Alfredo Bryce Echenique - Gonzalo Mariategui - Nación Ribeyro

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19.5.24

Un lonche con Alfredo Bryce Echenique - Gonzalo Mariategui




En este momento soy presa de un virulento resfrío y entre estornudo y estornudo con gran esfuerzo escribo esta nota.

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Resulta que el jueves pasado, por gentil invitación del escritor Manuel Bentín (conocido por sus amigos como “Manongo”) concurrí a La bonbonniere a tomar lonche en compañía de algunas de las personas más simpáticas e inteligentes de Lima. Allí estaban por orden alfabético: Federico “Fico” Camino (filósofo y humanista), José “Pepe” Montoya (poeta y cuentista) y Juan “Juanito” Thorne (hombre de mundo y ameno conversador).


La cita fue fijada para las 6:30 PM, hora adecuada para un tradicional lonche limeño. Para los que no conocen la palabra “lonche” les hago presente que este es el equivalente de la “merienda” española (entre 5 y 8 PM) o el afternoon tea inglés (entre 3 y 5 PM).


Lamentablemente, la estupenda costumbre del lonche ha ido desapareciendo de las costumbres limeñas, pero mi amigo Manongo, como buen limeño que es (…y vaya que quedamos pocos limeños) no se resigna a ello por lo que nos convocó para tomar lonche y disfrutar de una amena charla. ¡Bravo, Manongo!


Uno a uno fuimos llegando a La bonbonniere, a aquel salón de té sanisidrino (o debo decir: ¿sanisidreño?) el cual, mediante raro encanto, en su perímetro ha logrado congelar el tiempo en cualquier fecha de la década de 1950, cuando todo era más fácil y nadie hablaba del inexistente o desconocido calentamiento global.


Hablamos de literatura: destacando lo destacable, aplaudiendo lo plausible e informando de las últimas novedades en librerías.


Serían las 8 PM y la conversación estaba en su momento culminante cuando furtivamente hizo su ingreso al salón el famoso novelista y cuentista, Alfredo Bryce Echenique, quien no tardó en sentarse en una distante y oscura mesa, pero Manongo que estaba estratégicamente ubicado en nuestra mesa distinguió al autor de tantas premiadas novelas y libros de cuentos.


De inmediato, Manongo, con alegre voz, invitó a Bryce a que se uniera a nosotros, iniciativa que fue secundada por los demás contertulios. Todos éramos lectores de su obra y con excepción mía, que no había estudiado con él, los demás habían sido sus compañeros de banca en el colegio Santa María.


En realidad de verdad (como diría mi recordada maestra Dra. Ella Dunbar Temple) en el Perú nada hermana más que haber estudiado en el mismo colegio y ni qué decir si se ha estudiado en el mismo año. Esta coincidencia los convierte en miembros de la misma logia, es decir, en hermanos para siempre.


El escritor, dando mil gracias intentó eludir la invitación arguyendo que estaba resfriado, que había regresado a la capital de la frailera soledad de su casa de playa y que había avanzado hasta la página 300 de su próxima novela. Nos dijo que la casa alquilada resultó ser de madera y las inesperadas lluvias nocturnas le habían obsequiado un resfrío tremendo. Nos contó que acababa de regresar de la consulta al médico y que venía cargado de medicinas y toda clase de jarabes. El escritor no quería contagiarnos. Debo admitir que su aspecto era borroso. Su congestionada nariz no lo dejaba mentir. Manuel Bentín y sus amigos, al unísono, terminamos clamando que se sentara a nuestra mesa. No siempre se tiene la oportunidad de conversar con Alfredo Bryce Echenique.


El autor terminó accediendo a nuestro pedido. Sin embargo, a los pocos minutos y para sorpresa de todos, uno de los invitados miró su reloj y arguyendo que su mujer lo esperaba, se puso de pie, se despidió de todos y partió. Otro dijo que él también tendría que irse en breves momentos y así fue. Ya no éramos seis a la mesa. Ahora éramos cuatro. De pronto a mí se me ocurrió levantarme y partir en estampida, pues a los dos minutos de producida la ilustre cercanía, sentí dos tiritones seguidos. El clima no lo justificaba. La razón era fácil: Bryce Echenique me había contagiado su resfrío. Súbitamente otro amigo se levantó y dando no recuerdo qué excusa también se despidió.


Ahora quedábamos Manongo Bentín, Alfredo Bryce Echenique y yo. Yo quería irme, pero la conversación se había puesto más interesante. Bryce empezó a relatarnos las experiencias de otros escritores. Bentín y yo estábamos atornillados en nuestras sillas. Los tiritones regresaron y yo sabía que estaba fregado. El padre de Un mundo para Julius me había contagiado. Bentín, sin embargo, estaba en magnífico estado. Sospecho que se había puesto la vacuna contra los resfríos. A comienzos de marzo es la mejor oportunidad y estábamos en el último día ese mes.


De pronto advertí que Alfredo Bryce no estaba tomando lonche (sándwiches, pasteles, etc.) como nosotros, sino que calladamente se estaba despachando un lomo saltado (lomo cortado en tiras, arroz, papas fritas y cebollas) cuidando no perder el juguito de la carne, el cual mezclaba con cuidado con el arroz, dándole a éste un color oscuro, delicioso. Yo me quedé admirado. Bryce tiene 72 años cumplidos y a esa edad no es aconsejable comer carne. Incluso muchos médicos lo prohíben. Yo tengo 67 años y hace tiempo los bifes son cosa del pasado.


Cuando entre tiritones, lo felicité por su buen apetito, a modo de justificación me contestó que no había comido desde el día anterior. Recuerdo, eso sí, que no comió postre. Será por eso que se mantiene delgado.


Que nadie vaya a pensar que le guardo rencor a Alfredo por el contagio, pues si París bien vale una misa, conversar con Alfredo Bryce bien vale un resfrío.


Finalmente, Bentín, Bryce y yo nos levantamos de la mesa. Nos tomaron una foto en la entrada de La bonbonniere nos estrechamos las manos y luego que cruzamos la frontera del salón de té, regresamos al tercer milenio. De ahí cada cual partió en dirección diferente.


FUENTE: Siete Jeringas

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