Crónica de una noche Ribeyriana - Abelardo Sanchez León - Julio Ramón Ribeyro

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9.11.23

Crónica de una noche Ribeyriana - Abelardo Sanchez León

Alfredo y Julio Ramón




Por Abelardo Sánchez León de su libro: "El viaje del salmón"


E(caps)tábamos en casa de Julio Ramón Ribeyro, en la place Falguière, su esposa Alida, Alfredo Bryce, un representante de la casa editora Feltrinelli y yo. Estábamos horas de horas esperando a que llegara Julio Ramón. Alida demoraba la cena y haciendo tiempo nos servíamos vino y más vino. Después de un par de horas no hubo más remedio que servir la comida y Alida empezó a ofrecernos sus clásicos y excelentes potajes peruanos. No recuerdo el tema de la conversación ni el motivo por el cual me encontraba allí. La más nerviosa era Alida, porque estoy seguro de que se trataba de una reunión de negocios y ella estaba muy interesada en que Julio Ramón pudiera concretar un contrato con tan importante casa editora. 


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En aquellos años, gran parte de la obra de Julio Ramón Ribeyro se encontraba inédita. Al mismo tiempo, recuerdo, empezaba a ponerse al día en las publicaciones gracias a Carlos Milla Batres, que en Lima ponía a disposición de sus lectores gran parte de La palabra del mudo y su novela Cambio de guardia. Alfredo Bryce era el nexo entre Feltrinelli y Julio Ramón. 


Yo, simplemente, estaba allí porque a Alida le encantaba alimentarme. A eso de la una de la mañana, después de agotar los temas vinculados al negocio de los libros, el librero italiano decidió marcharse. Alida estaba demacrada, cansada, fastidiada y a regañadientes, criticaba la desidia de su marido, el desinterés que mostraba en un momento en el cual su salud menguaba, cuando estaba ya por los cuarenta y tantos y no despegaba del todo, cuando no había derecho de tirarle arroz a una persona tan importante del mundo de los libros. 


A eso de las dos de la mañana, Julio Ramón hizo su aparición. Encontró a Alida despotricando contra su persona, a diciéndole con gestos "pero qué fue de tu vida, viejo, y a mí escanciando un poco más de vino en la copa. Alida estaba molesta. Había concertado la cita, había preparado la cena, había hecho todo lo que estaba a su alcance para que su marido pudiese trar en contacto con el mercado italiano, país al que ambos adoraban y visitaban con frecuencia en el verano. Pero nada de nada. Su marido seguía siendo ante sus ojos aquel escritor bohemio, indisciplinado y desganado frente al éxito editorial. Ni modo: nunca podría contra Vargas Llosa ni contra el mismo Alfredo. Julio Ramón nos sonrió, nos contó que había estado bebiendo con mi prima Carmen en un bistrot del barrio e intentó darle un beso a la volada a Alida (intento infructuoso) y se sentó en uno de los sofás, justo en el que había estado el italiano un tiempo antes, con su copa de vino en la mano. Alida se fue a su cuarto sin despedirse.


Por fin solos, nos dijo. Por fin los tres. Recuerdo yo le que ni Alfredo preguntamos por su desinterés editorial y nos enfrasca- ni mos, en cambio, en unas intensas conversaciones sobre variados temas que hoy no recuerdo en absoluto. Qué sé yo: quizá fútbol, quizá sus recuerdos sobre Lolo en el antiguo estadio de Lima, sobre algunos libros, unas películas. Julio estaba contento, parlanchín y dispuesto a pasarse una buena noche. Y la noche continuo y se prolongó casi hasta el amanecer y allí fue cuando nos propuso salir a tomar desayuno en algún lugar -le provocaba un baguette calientito, pero, según Alfredo, lo que quería era seguir do y Alida no le iba a permitir que lo hiciera en casa, que perdiera su tiempo de ese modo, que le interesase tan poco publicar grandes casas editoras. 


Yo conocía bien la sala-comedor-oficina del departamento de la place Falguière. En su escritorio estaba siempre su máquina de escribir con una hoja atrapada por el rodillo. Los cuentos, allí, avanzaban lentamente, día a día, semana a semana y quizá mes a mes. Con frecuencia me detenía a echarles una mirada indiscreta y, con frecuencia también, me daba cuenta de que la página era la misma. Julio me enseñó en aquellos años los manuscritos de su diario y los de su futuro libro, Prosas apátridas. Tenía papeles en todos los cajones y vivía, creo, feliz entre todas aquellas páginas inéditas. Un día me relató un cuento que no logró escribir. Se titulaba La mancha, y su trama era una historia típica de Ribeyro. Un caballero limeño se encontraba solo y abandonado porque sus hijas ya se habían marchado de casa al estar casadas, y su esposa, tan mayor como él, se entretenía jugando con las amigas a los naipes. Su vida había acabado en la más absoluta soledad. Vivía encerrado en los aposentos de una amplia casa miraflorina donde se aburría de lo lindo. En una oportunidad subió al cuarto de la doméstica sin motivo preciso: un poco de compañía, conversar con alguien, pedirle un favor, no sabemos, lo cierto es que ella pensó que invadía su territorio -la azotea, su cuarto y gritó espanta- da y lo acusó ante la señora como si el señor hubiese pretendido faltarle el respeto, abusar de ella, sacar algún oscuro provecho. Toda una vida impoluta - —me explicaba Julio Ramón— tirada al agua por un malentendido. Cuarenta años de marido ejemplar, de profesional honrado, de ciudadano reconocido en la esfera política, quedaron en el olvido ante una acusación tan fuerte e insospechada. 


En verdad, Julio Ramón no deseaba ningún baguette calientito, pues seguimos bebiendo vino. Y lo hicimos aquí y allá, en varios lugares. De pronto, nos encontramos en el departamento de Alfredo a eso de las tres de la tarde. Yo, literalmente, me caía de cansancio. Alfredo continuaba hablando sobre algún tema que no recuerdo. Julio Ramón bebía con la parsimonia que lo caracterizaba. Julio Ramón jamás modificaba un ápice su carácter mientras bebía. Siempre era el mismo, la persona que gustaba gozar de la buena conversación en la intimidad, exponer y sonreír, recordar asaltado por la nostalgia, donde, rara vez, alzaba la voz o sentenciaba. Le gustaba seguir su razonamiento, salpicado, sin duda, por un profundo sentido del humor, del absurdo, de lo negro. Cuando estuve a punto de desplomarme, me miró en seco, me cogió una de las muñecas y dijo, esta vez en tono fuerte, sin dubitaciones: "Te doblo en edad y tú me doblas en estómago; o sea, no te puedes caer". Ante tales palabras, me quedé un par de horas más, imagino que hasta las seis de la tarde, porque lo que sí recuerdo perfectamente es verlo caminar, derecho, sin señas de cansancio o ebriedad, desde la ventana de la sala del departamento de Alfredo. Caminaba por la rue Amyot y pronto se perdería por esas callejuelas al anochecer, buscando el azar antes que la felicidad, considerada por él, quizá, prosaica o innecesaria.

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