1. Introducción
Flaco, discreto, agudo, solitario, escéptico, autocrítico, reflexivo, huidizo, silente, con más disposición a escuchar a su interlocutor que a hablar con este, siempre con un cigarrillo en la mano. Entre nosotros la figura de Julio Ramón Ribeyro Zúñiga (Lima, 31/08/1929- 04/12/1994) no requiere mayor presentación. Este 31/08 se conmemora un aniversario más de su natalicio, siendo el presente comentario una forma de celebrar su memoria.
Considerado por la crítica literaria, casi por unanimidad, como el mejor cuentista peruano y uno de los más grandes escritores de narrativa breve en Latinoamérica; con el pasar del tiempo el estudio de su obra ha ido traspasando la barrera de la peruanidad. Siendo en la actualidad analizada, estudiada y comentada a nivel local y foráneo.
Ribeyro, al igual que otros pesos pesados de la literatura, estudió derecho antes de consagrarse en el arte literario. Matriculándose en la PUCP desde 1946, egresando de dicha casa de estudios en 1952.
Si bien Ribeyro nunca se tituló de abogado, ha de reconocerse que el estudio del derecho fue muy importante en el desarrollo de su obra. Al punto que esta se encuentra en muchos casos fuertemente marcada por el desarrollo de figuras jurídicas que gravitan en el desarrollo de la trama argumentativa o; en otros, los protagonistas de sus relatos son estudiantes de derecho y; por antonomasia, alter ego del autor. En general, se podría decir que el estudio del derecho fue una de las experiencias que más marcó el ciclo vital del escritor.
Con el propósito de hacer constar las razones que llevaron a Ribeyro a no ejercer la profesión de abogado, haremos un breve repaso a la vida del autor. A efectos de entender porque en su caso el mundo literario se terminó imponiendo al campo jurídico, pese a tener antepasados de gran renombre en el mundo del derecho[1].
2. Ribeyro y la literatura
La frase “siempre imaginé que el paraíso sería algún tipo de biblioteca”, dicha por Borges, es perfectamente aplicable a Ribeyro. Desde muy pequeño se vio envuelto en una ambiente literario y libresco, propiciado por su padre, Julio Ramón Ribeyro Rabines Bonello.
El autor afirmaría sobre él que se trataba de “(…) un hombre de una exquisita cultura, de una gran inteligencia y de un amor desmedido y excepcional por la literatura, pero que nunca llegó a escribir (…)[2]”.
En este punto, para dar una idea gráfica del sitial que ocupó la literatura en la vida de Ribeyro desde su más tierna infancia, citamos lo manifestado por el autor respecto a su progenitor:
Yo he tenido muchos profesores de literatura pero he tenido solamente un maestro. Y este maestro fue mi padre. Me acuerdo que un día me dijo: tú sabes que hay un escritor mejor que Dumas, y que se llama Balzac. Hay un escritor que es mejor que Balzac, y que se llama Flaubert. Y un escritor mejor que Flaubert, y que se llama Stendhal. Y un escritor que es mejor que Stendhal, y que se llama Proust». De este modo abría para mí un panorama de lecturas verdaderamente ilimitado. Esta, yo creo, fue una de las circunstancias principales que forjó y fomentó mi vocación de escritor.
Asimismo, cuando Mario Campos lo entrevista en 1986 y le pregunta por sus inicios como lector, el autor le responde así:
Hubo una mezcla de lecturas clásicas. La Ilíada, El Quijote, que leí de muy niño. Después, a los 12 años, las obras de Salgari, ¿no?, de Verne. Esas lecturas fueron para mí muy impresionantes, y no sé si a larga influyeron en mí, pero sí me dejaron algo muy profundo, imborrable”. El mismo entrevistador lo interroga por su niñez, y la respuesta es la siguiente: “(Mi niñez estuvo) muy vinculada a los libros. Mi padre era un hombre muy culto, con una magnífica biblioteca. A través de él me interesé por los libros y por la lectura.[3]
3. La presencia del padre
En su relato Ancestros[4], Ribeyro hace un repaso literario de su ascendencia (tanto paterna como materna) y cómo es que finalmente estos dos linajes convergen hasta el advenimiento su propia generación. En lo relativo a la vida de su padre, con un tono que se acerca más a la aprobación que al reproche, Ribeyro nos dice lo siguiente:
Cuando mi abuelo murió a los cincuenta años de un ataque cerebral, mi padre se encontró como único titular de un nombre distinguido y de una mediana herencia que, bien administrada, le garantizaba una vida holgada.
El viejo rector don Ramón le había inculcado la idea de reanudar con la estirpe de juristas y decidió por ello estudiar Derecho. Pero esta disciplina no le interesaba y siguió la carrera a regañadientes, dedicado más bien a la lectura, la bohemia y el dandismo. Era la época de Abraham Valdelomar y del Palais Concert.
Mi padre contaba que pasó cerca de diez años sin trabajar, viviendo del dinero que su padre le había dejado en la Caja de Ahorros. Este periodo de dolce vita no fue completamente inútil. Le permitió aprender por su cuenta francés, italiano y portugués, y adquirir una sólida cultura literaria.[5]
Justamente, esa sólida cultura literaria a que hace referencia Ribeyro, fue transmitida por Ribeyro Rabines Bonello a sus hijos[6], siendo el “flaco”, quien se encargó (como muchas sostuvo) de “escribir los libros que no pudo escribir su padre”. Siendo este el ambiente que reinaba en la vida de Ribeyro, habiendo sido un lector tan precoz, voraz y atrevido; no es difícil imaginar que sus primeros relatos fueron realizados en la adolescencia, como una manera de oponer entre él y su sensación de vacío, un medio a través del cual poder expresarse.
Consultado por Gregorio Martínez y Roland Forgues sobre sus inicios en la escritura, Ribeyro manifiesta lo siguiente: “-¡Demonios! ¿Carrera de escritor? ¿Cuándo escribí el primer cuento? ¡Que me voy a acordar! Seguro que lo escribí cuando tenía 15 años, cuando estaba en el colegio. Sí, probablemente fue en esa época[7]”.
4. Ribeyro, estudiante de derecho
Culminado el colegio, Ribeyro tuvo que optar por qué hacer con su vida y, movido por el peso de la tradición, sintiéndose responsable por la economía familiar, probablemente influenciado por la reciente muerte de su padre, decide estudiar derecho en la PUCP. En cuanto a esta experiencia, el autor pasa desde el plano de mayor optimismo, hasta el de la mayor y descarnada autocrítica. Ambas posiciones son recogidas en su diario personal titulado magistralmente bajo el rótulo de La tentación del fracaso.
En este libro se autoconfesaría y dejaría entrever momentos de gran pesimismo respecto a sus cualidades como abogado y a la elección de su carrera. Así, iniciando su diario, el 11 de abril de 1950, Ribeyro manifiesta lo siguiente:
Se ha reabierto el año universitario y nunca me he hallado más desanimado y más escéptico respecto a mi carrera. Tengo unas ganas enormes de abandonarlo todo, de perderlo todo. Ser abogado, ¿para qué? No tengo dotes de jurista, soy falto de iniciativa, no sé discutir y sufro de una ausencia absoluta de «verbe».
Sin embargo, no todos fueron momentos de vacilación en la carrera universitaria de Ribeyro. La lectura de La tentación del fracaso hace ver a un joven con una proyección bastante sólida en cuanto a su futuro inmediato como abogado y aquello que de la carrera esperaba. Por ejemplo, el 9 de diciembre de 1950 Ribeyro señala lo que sigue:
Sí, porque en esta nueva senda he tomado una rara velocidad. Ando rápidamente por un camino en cuyo horizonte vislumbró un buen bufete, una buena secretaria y una extraña locuacidad forense. ¿Será cierto? A ratos no lo creo, ¡haber cambiado tanto! Debería escribir otra vez, pero ¿a qué hora?, ¿qué cosa? No tengo tiempo, nada se me ocurre. ¡Ah, lindo ocio inspirador y malsano! Echado en mi cama veía condensarse en el humo de mi cigarrillo a mis personajes y en el silencio de la siesta lo oía dialogar. Ahora también fumo, pero fumo sin poesía, mientras redacto demandas o reviso expedientes. ¿Es esto fumar acaso? Pero me consuela la idea de que este abandono de las letras ha de ser temporal. Vendrán tiempos mejores… ¿Vendrán? Hace un instante lo creía, ahora no. Es raro: tengo dificultad no únicamente para escribir, sino hasta para razonar literariamente.
5. Ribeyro escritor
Como se advierte de lo manifestado por Ribeyro en su diario, el autor plantea una clara dicotomía entre el derecho y la literatura, partiendo de la premisa bíblica conforme a la cual una persona no puede tener dos amos.
Por un lado estaba la literatura, su verdadera pasión, el puente invisible a través del cual se podía lograr comunicar con su padre y su recuerdo. Y, en la vereda del frente, estaba el derecho, disciplina a la que el autor se dedicaba con bastante talento, que consideraba de corte lógico, cartesiano y argumentativo.
Pero que veía alejada del centro de su ser, espacio reservado para la literatura.
Culminados sus estudios universitarios, Ribeyro tiene que tomar la decisión que lo inmortalizaría: ¿seguir el derrotero lógico, titularse, fundar un bufete, crecer como abogado o seguir el llamado de su instinto y tentar la posibilidad de convertirse en escritor?
Con no pocos sacrificios y sentimientos de culpa, Ribeyro opta por lo segundo. Viajó a Madrid becado en 1952; lugar donde inicia formalmente su carrera literaria con la redacción de su primer libro.
Los gallinazos sin plumas, publicado en 1955 bajo el sello de Círculo de Novelistas Peruanos, fue un título al que le seguirían una serie de libros que, en el ocaso de su carrera lo hicieron ganador del premio internacional de literatura latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo. El Perú había perdido un abogado, pero el mundo había ganado un escritor.
Por Jairo Vásquez Cercado
No hay comentarios.:
Publicar un comentario