Acaso el mayor cuentista peruano, y uno de los principales de Hispanoamérica, fue también quien mejor logró tender los —no siempre pacíficos— lazos entre el derecho y la literatura. Julio Ramón Ribeyro (Lima 1919-1994) escribió tres novelas, diversas piezas teatrales, un diario personal (edición parcial en La tentación del fracaso), ensayos (reunidos en La casa sutil), reflexiones libres (en las admirables Prosas apátridas) y aun aforismos (los desencantados, a la vez que precisos, Dichos de Luder). Pero el centro de su legado artístico lo conforma el centenar de relatos breves que Ribeyro recogió bajo el título unitario de La palabra del mudo.
Ribeyro no solo sobresale por la calidad estética de su prosa y por el manejo único del relato corto. En ese campo, es, sin duda, uno de los narradores más apreciados por el público y por los especialistas. También se da en él una singular confluencia de los planos literarios y propiamente jurídicos. Así, se observan en sus cuentos un uso exacto de la terminología y de las figuras legales y procesales; la descripción de situaciones netamente jurídicas (tales como la partición de una herencia, las cobranzas coactivas, la responsabilidad civil); y la familiaridad con el razonamiento y la argumentación distintivos de la abogacía.
Los nexos no se detienen en la producción cuentística de Ribeyro: en su novela Los geniecillos dominicales (1965) la recreación de las vicisitudes de un estudiante de Derecho, el desconcierto de las primeras prácticas en un estudio de abogados y la consabida maraña de pasadizos del Palacio de Justicia de Lima se encarnan en el protagonista, Ludo Tótem, que no es sino el alter ego del escritor. De hecho, Los geniecillos dominicales, como lo ha revelado el propio Ribeyro, es una novela perfectamente autobiográfica y casi un precoz ejemplo de la hoy tan en auge «literatura de no ficción».
Un aspecto poco conocido de la personalidad de Julio Ramón Ribeyro es el dilema que hubo de enfrentar una vez terminados sus estudios de Derecho. Había nacido en Lima el 31 de agosto de 1929, en el hogar constituido por descendientes de juristas de renombre, aunque un tanto venidos a menos, por el lado paterno, y de una familia provinciana más bien en ascenso, por la rama materna. El padre de Ribeyro era abogado titulado, pero dedicado al comercio. Así, el futuro narrador se hallaba, desde la cuna, en una encrucijada vital: ¿rescatar el prestigio del apellido en el mundo forense o rendirse a su verdadera vocación?
Todo indica que Ribeyro asumió muy en serio, y sin aparentes conflictos, su supuesto destino como hombre de leyes. Cursó los estudios de Derecho en la Pontificia Universidad Católica, de cuyas aulas egresa en 1952. Había tenido entre sus compañeros de estudios a otros intelectuales en ciernes, como Pablo Macera, Luis Felipe Angell de Lama (Sofocleto), los poetas Leopoldo Chiariarse y Carlos Germán Belli y el literato Alberto Escobar. En general, Ribeyro obtuvo altas calificaciones, hecho que apunta hacia el genuino interés con que siguió la carrera. Sin embargo, la inquietud literaria se mantenía latente y viva, como se observa de numerosos pasajes de su diario personal, así como de las entrevistas que concedió.
Por un lado, durante sus años como alumno de leyes, Ribeyro se acerca a los círculos de estudiantes de Letras de la Universidad de San Marcos. Un hecho más significativo son las dudas que albergaba acerca de su propia aptitud como forense: «Ser abogado ¿para qué? No tengo dotes de jurista —anotará en su diario personal—, soy falto de iniciativa, no sé discernir y sufro de una ausencia absoluta de verba». César Delgado Barreto, compañero de estudios en la Universidad Católica, recordaría, a su vez: «cumplía sus obligaciones como estudiante, pero su preocupación siempre fue la literatura, sobre todo los cuentos».
En 1952, Ribeyro tenía ya publicados algunos cuentos en revistas de corta circulación. Obtiene una modesta beca para seguir estudios de periodismo en España. A su regreso, el joven se enfrentaba a tres posibilidades: ejercer como abogado y acceder a una plaza docente en San Marcos, abrazar el periodismo y —la más riesgosa— convertirse plenamente en escritor. Lo cierto es que para Ribeyro esas perspectivas le resultaban excluyentes. Hemos señalado ya la inseguridad (real o presunta) frente a sus dotes para la profesión legal.
Pero una desconfianza más honda hacia la dura realidad del ejercicio del Derecho en el Perú pareció contribuir a la decisión. En una entrevista concedida a Lorena Ausejo un año antes de su deceso, Ribeyro declara acerca del Derecho en sí y sobre la praxis concreta:
Como disciplina, la considero útil e interesante, porque me enseña a razonar, a discurrir y a argumentar; pero no me gustaba el pleito, el juicio. Además, si querías ser honesto llevabas las de perder. Recuerdo que quise trabajar en el estudio de un gran abogado que había sido amigo de mi padre. Él me dijo que su estudio no era grande ni poderoso y que mejor fuera a uno donde los asuntos no se resolvieran ante las Cortes, sino directamente desde Palacio de Gobierno. Eso me inhibió aún más. Terminé la carrera, pero prácticamente no la ejercí. Practiqué un poco. Salvo uno o dos procesos, que no eran muy difíciles, los perdí todos.
Y prosigue:
Lo que sí me gustaba era el Derecho penal, lo encontraba más novelesco. Eran situaciones dramáticas. Pero los clientes de Derecho penal de esa época eran gente muy miserable, sin recursos para pagarme. Incluso tenía que pagar los gastos de mi cliente. En la actualidad el Derecho penal sí rinde, porque el tipo de delincuente ha cambiado. Ya no son los rateritos de hace treinta años, sino que son los grandes traficantes de drogas, los grandes funcionarios que han cometido desfalco y que pueden alimentar fácilmente la bolsa de un penalista.
No se sabría precisar, ante la lectura de estas líneas, si es el escritor o su antiguo personaje Ludovico Tótem, el antihéroe de "Los geniecillos dominicales", quien pronuncia esas afirmaciones.
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