Un hombre busca restos de colillas en los bordes del Sena. En sus bolsillos, vacíos como los de un espantapájaros, solo hay un puñado de fósforos con los que un flaco Julio Ramón Ribeyro prende nicotina al invierno de París. Corren los años 50, y el escritor peruano se ve obligado a vender sus libros de Balzac y Flaubert para pagar un piso con ventana hacia la calle. De esa precariedad, donde vagan los derrotados, así como de ceniza y vino tinto, está hecha la obra de quien revive en las librerías gracias a una nueva edición de sus cuentos completos y narrativa breve.
Publicada por Seix Barral con el título La palabra del mudo, según el crítico Julio Ortega "si el Perú desapareciera, este podría ser reconstruido, gracias a estos relatos que quedan entre Chejov y Maupassant". Nacido el 31 de agosto de 1929 en un barrio limeño de clase media, si Ribeyro es considerado una de las mejores plumas de Latinoamérica, esto en gran parte se debe a "ese 3% que la ciencia le deja al milagro", dice a La Tercera su amigo Alfredo Bryce Echenique. "Eso fue lo que me dijo textual el médico que operó a Julio Ramón por un cáncer al esófago con metástasis en 1973. Y es que cuando tenía 40 años, lo dejaron en un apartado de vidrio empañado en que se solía dejar a los muertos para que se los llevaran ya", explica el autor de Un mundo para Julius sobre una vida marcada por el infortunio.
Ausente por tiempo indefinido
Silencioso, melancólico y escéptico, el peruano que ganó el Premio Nacional de Literatura en 1983 escribió como si de niño estuviera viviendo los créditos de su propia tragedia. Así es cómo reza uno de los personajes de La palabra del mudo: "Se deslizó por el mundo inadvertidamente, como una gota de lluvia en medio de la tormenta". Titulado La vida gris, con ese texto Ribeyro debutó en la literatura en 1948, en la revista Correo Bolivariano. Rescatado ahora en la reedición junto con su primer libro, Los gallinazos sin plumas (1955), y su autobiografía "Solo para fumadores" (1987), ese relato lo escribió cuando estudiaba Derecho, carrera en que lo matriculó su madre para que sacara de la ruina a la familia que acababa de enterrar al padre. Sin embargo, en 1952 una beca le permitió embarcarse a Europa y dedicarse a lo que verdaderamente le gustaba. "A pesar de lo que se piensa y dice del desorden con que escribía, fumando, bebiendo o cargando o las tres cosas a la vez, Julio Ramón fue un escritor genuino y lleno de ideas y proyectos", afirma Bryce sobre el coterráneo con el que selló una hermandad en París. Fue un día cualquiera que Ribeyro se apareció en su casa buscando una cámara de fotos para registrar a su hijo que estaba por nacer. Como Bryce no tenía máquina, se pasaron la tarde andando, comiendo y bebiendo pisco, vino y agua ardiente en los bares donde Atahualpa Yupanqui dormía la siesta o Hemingway, en otra época, mataba la resaca. Las horas se volvieron días y el hijo que tuvo con su esposa Alida Cordero nació sin él. "Era un hombre flaco con una tremenda expresión de despiste, como si hubiera llegado por la puerta de servicio y anduviera en busca siempre de una puerta de escape", lo recuerda Bryce.
Sufrir para crear
Conserje, junior y reciclador de periódicos primero, luego periodista en France Presse, consejero cultural y embajador ante Unesco a fines de los 80, Ribeyro hizo de todo para sobrevivir mientras producía cuentos, ensayos y obras de teatro. Devorador de libros epistolares, entre lo mejor de su producción están Prosas apátridas y su diario La tentación del fracaso.
"El conformismo está tan arraigado en mí que me puedo acostumbrar a todo, incluso a la felicidad", confesaba el tipo solitario que Ortega recuerda "elegante aún en la pobreza". "Tenía el don de la palabra justa y de la fábula", dice.
Pero no tuvo la misma trascendencia para su contemporáneo Mario Vargas Llosa. Aunque fueron amigos durante 30 años y llegaron a compartir un departamento en París, el autor de La ciudad y los perros no le perdonó a Ribeyro la simpatía que este tuvo con el presidente y general revolucionario Juan Velasco Alvarado. Ribeyro respondió diciendo que el Vargas Llosa de Conversación en La Catedral no era tan universal o que su amigo se había subido al carro de la celebridad."Había una tendencia a imponer su voz, a escuchar menos, a interrumpir", escribió en sus diarios sobre el almuerzo que tuvieron en 1971.
En 1993 Vargas Llosa lo retrató aún peor. En sus memorias El pez en el agua acusó a Ribeyro de acomodarse en los sucesivos gobiernos para no perder su cargo diplomático en Unesco. El capítulo se llamó El intelectual barato y produjo una fractura irreparable entre ambos. Ribeyro, esta vez, no contestó. "Consideraba que sería una contienda desigual, ya que Vargas Llosa tenía acceso a los medios de comunicación y siempre tendría un público más amplio", revela el crítico de Ribeyro, Jorge Coaguila.
Alérgico a las entrevistas, según Bryce su pasión por el cuento por sobre la novela y su carácter huraño, lo marginaron del boom. Pero algunos escritores peruanos, como el entonces estudiante Coaguila, pudieron entrar en su departamento de Barranco y romper su hermetismo. "Recibir el atardecer con una copa de vino tinto, escuchando boleros, frente al mar, conversando sin protocolo es algo que no olvido. Su interés por personajes mediocres que sufren un chasco es una marca registrada. En sus libros no hay vencedores", recuerda Coaguila, quien hoy prepara una antología con su correspondencia. "Anda a mi departamento. Si estoy te abro, si no, es porque estoy muerto", decía Ribeyro cuando lo instaban a salir. En los 90 el cáncer volvía feroz, pero él, salvo cinco años de abstinencia, "no podía escribir sin tabaco", cuenta Coaguila. "Siempre es necesaria una dosis de sufrimiento para poder crear", señaló Ribeyro en 1994 a la TV peruana cuando parecía salvarse otra vez. Había ganado el Premio Iberoamericano Juan Rulfo y el galardón podía sacarlo de la penumbra. "Tenía ese estoicismo del que hace de la renuncia un estilo de vida. Pero cuando lo premiaron, lo primero que hizo fue visitar Nueva York. Hizo como hubiese hecho un personaje de sus cuentos, renunció a seguir renunciando, y se dio el gusto de ese último viaje", agrega Ortega. Dos meses después de anunciado el premio, el 4 de diciembre, cuando sus amigos lo fueron a buscar para la ceremonia, la puerta de su casa simplemente no se abrió. Ribeyro esta vez viajaba en un féretro rumbo al cementerio Jardines de la Paz, en Lima, con una de Marlboro en la solapa. Tenía 65 años. Su sombra se quedó murmurando en el Sena.
Por Gabriela García, "La Tercera" 26 de marzo de 2011, Chile.
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