¿Qué me pasaba para andar tan particularmente cobarde la ocasión? Pues que la esposa de mi difunto y adorado amigo Ramón Ribeyro (el Flaco, ese Agustín Lara de la literatura peruana, no logró esperarme con vida en su nueva vida al cabo de largas décadas europeas) me había prestado el departamento, cerrado desde la muerte reciente de aquel fumador empedernido, para que viviera en él durante los meses que el Perú. Yo le había dicho que no, que yo siempre que iba a Lima me alojaba en un hotel, para no molestar a nadie que no fuera del hotel, y que, sobre todo, me partía el alma la sola idea de vivir en el departamento frente al mar peruano en que Julio Ramón soñó durante mil años en París y que, al final, al apenas le alcanzó para unos añitos de felicidad y retorno a la patria amada y, en el fondo del alma jamás abandonada pero siempre lejana. Pobre Flaco inmortal, no había logrado regresar a su país para vivir ahí el resto de su vida. No, Julio Ramón, ese hombre tentado por el fracaso, ese escritor que culto que mucha gente relee pero muy poca lee, también había fracasado en los de ahorrar largos años, comprarse su departamentito frente al mar neblinoso de Lima y darse el gustazo de vivir lo no vivido en siglos europeos de escritura, soledad, y enfermedad. No, a él le toco para volver para morir en el Perú.
O sea que yo no soportaría la pena de vivir donde él logró y prefería irme como siempre a un hotel, Pero la esposa Julio Ramón, que continuaba viviendo en Francia y solo había ido al Perú para asistir en sus últimos momentos al que fuera su compañero durante largos años, me convenció con el argumento más disparatado que he escuchado en mi vida. Y dice así: Que antes de regresar a París, tras haber dejado a Julio en su cementerio ella había pintado con otros colores y vuelto a decorar íntegramente el departamento y que, por consiguiente, estaba irreconocible. Y por esta razón ni cuenta me iba a dar de que allí había vivido nadie. Luego procedió a decirme muy familia de Julio tendría la llave a mi disposición, a mi llegada, que me conseguiría a la empleada que atendió al difunto para que me atendiera a mí y, en fin, varios consejos y advertencias, más de todo tipo. El disparate, por supuesto, consistía en que como iba a encontrar yo ese departamento irreconocible, si nunca lo había conocido antes. Para mí, ese era el departamento de mi amigo recientemente fallecido y punto.